Mateo 15, 29-37 – Evangelio comentado por los Padres de la Iglesia
29 Pasando de allí Jesús vino junto al mar de Galilea; subió al monte y se sentó allí. 30 Y se le acercó mucha gente trayendo consigo cojos, lisiados, ciegos, mudos y otros muchos; los pusieron a sus pies, y él los curó. 31 De suerte que la gente quedó maravillada al ver que los mudos hablaban, los lisiados quedaban curados, los cojos caminaban y los ciegos veían; y glorificaron al Dios de Israel.
32 Jesús llamó a sus discípulos y les dijo: «Siento compasión de la gente, porque hace ya tres días que permanecen conmigo y no tienen qué comer. Y no quiero despedirlos en ayunas, no sea que desfallezcan en el camino.» 33 Le dicen los discípulos: «¿Cómo hacernos en un desierto con pan suficiente para saciar a una multitud tan grande?» 34 Díceles Jesús: «¿Cuántos panes tenéis?» Ellos dijeron: «Siete, y unos pocos pececillos.» 35 El mandó a la gente acomodarse en el suelo.
36 Tomó luego los siete panes y los peces y, dando gracias, los partió e iba dándolos a los discípulos, y los discípulos a la gente. 37 Comieron todos y se saciaron, y de los trozos sobrantes recogieron siete espuertas llenas.
San Juan Crisóstomo, homiliae in Matthaeum, hom. 52,3 y 53,1-2
29-30a. Son de considerar las idas y venidas del Señor de un punto a otro con el objeto de curar a los enfermos. Unas veces se sienta y los está esperando y por esta razón se añade oportunamente: “Y se dirigieron a El…”
30b-31. En dos cosas demostraban éstos su fe: en subir al monte y en la persuasión que tenían de que no necesitaban, para ser curados, más que arrojarse a los pies del Señor. Y no se contentan con tocar la orla de su vestido, sino que dan pruebas de una fe más elevada. Y por eso se añade: “Y se echaron a los pies del Señor”. Y tardó algún tiempo en curar a la hija de la cananea, para hacer patente la virtud de esta mujer y a éstos los curó en seguida, no porque eran mejores, sino para acallar a los judíos infieles. Por eso sigue: “Y los sanó a todos”. La multitud de curaciones y la facilidad con que las hacía, llenó de estupor a todos, de suerte que toda la gente se admiraba al ver que hablaban los mudos.
32. No se atrevía a pedir pan el pueblo, que había venido para obtener curación. Por eso el Señor, que ama a los hombres y cuida de todos, da pan aun a aquellos que no se lo piden. Por esta razón dice: “Tengo compasión de estas gentes” y para indicar que esa gente no traía alimento alguno para el camino, añade: “Porque ha tres días que perseveran conmigo y no tienen qué comer”. Y aun cuando lo hubieran traído, lo natural es que se les hubiese terminado. Por eso el Señor no hizo el milagro en el primero o segundo día, sino en el tercero, cuando la comida ya se había terminado, a fin de que, viéndose ellos en tal apuro, apreciasen más el beneficio que recibían. Las palabras del Señor: “Y no quiero despedirlas en ayunas…”, evidencian aún más la gran distancia de donde venían y la falta de alimentos.
33-36. El Señor no hizo el milagro a continuación de las palabras: “No quiero despacharlas en ayunas”, con el objeto de que los discípulos prestaran más atención, mediante la pregunta que ellos hacían y la respuesta que les dio el Señor, para que brillara más su fe y para que le dijeran: “Haz los panes”.
Y aunque Cristo hizo muchas cosas que recordaban a los discípulos el primer milagro, como el servir ellos en las mesas y distribuir los cestos, sin embargo, aún estaban muy imperfectamente dispuestos, como se ve claramente por estas palabras. Y los discípulos dijeron: “¿Cómo podremos hallar?…” Dijeron ellos esto a causa de la enfermedad de sus pensamientos, a pesar de que no podían dudar del milagro por lo que les acaba de decir el Señor: hizo el Señor este milagro en un sitio solitario y distante de todo caserío, con el objeto de que nadie pudiera sospechar que había recibido la comida de alguna casa o aldea vecina. Y pregunta a sus discípulos, a fin de elevar sus almas y de recordarles (o de avisarles) por la pregunta el milagro anterior, del que ellos habían sido testigos y por eso sigue: “Y Jesús les dijo: ¿Cuántos panes tenéis? Y ellos dijeron: “siete…” No añaden, como dijeron antes: “¿Y qué son estos panes entre tanta gente?” (Jn 6,9), porque iban adelantando poco a poco. Sin embargo, aún no lo comprenden todo. Es digno de admiración el amor que tenían los apóstoles a la verdad, puesto que aun en sus mismos escritos no ocultan sus grandes defectos y no hay acusación tan grave o falta tan notable como la suya por haber olvidado tan pronto el prodigio tan grande que obró el Señor. También es de admirar en ellos otra prueba de su sabiduría: vencían el hambre, sin tener apenas en cuenta la necesidad de comer. Porque en el desierto, donde vivían ya tres días, no contaban con más alimentos que con siete panes. Otras muchas cosas hizo el Señor parecidas a las del primer milagro, pues hizo que se sentaran en tierra y que los panes se aumentaran en las manos de sus discípulos. Por eso sigue: “Y mandó a la gente recostarse sobre la tierra…”
37-38. Mas no es semejante el fin de los dos milagros. Por eso sigue: “Y de los pedazos que sobraron, alzaron siete espuertas llenas: y los que comieron fueron cuatro mil…” ¿Por qué fueron menos las sobras en este milagro que en el primero, aunque fueron en menor número los que comieron? O es porque las espuertas eran mayores que los canastos o para que esta diferencia les sirviese para recordar los dos milagros, o también por la diferente significación que tenían las sobras en ambos milagros. En el primero sobraron tantos canastos cuantos eran los apóstoles y en el segundo, un número de espuertas igual al de los panes.
San Jerónimo
29. El Señor, después de haber curado a la hija de la cananea, se vuelve a la Judea. Por eso se dice: “Y habiendo salido Jesús de allí, vino junto al mar de Galilea…”
Sube el Señor al monte, a fin de provocar al vuelo, como hace el ave, a sus hijos, aun tiernos.
30. Se tradujo débiles por la palabra griega kullouV, que significa, no una debilidad general, sino una sola enfermedad. Así como se llama cojo al que no puede valerse de un pie, así también se llama kulloV a aquél que tiene una mano débil.
No habla el evangelista de los mancos porque no podía expresar el fruto de su curación con una sola palabra.
32a. Primeramente curó el Señor a los enfermos y después de haberlos curado, les da de comer. Reúne a sus discípulos y les dice lo que han de hacer. Por eso se dice: “Mas Jesús llamó a sus discípulos…” El Señor hace esto con el objeto de dar un ejemplo a los maestros de la necesidad que tienen de comunicar con sus inferiores y discípulos todos sus proyectos, o también para que comprendiesen sus discípulos, mediante esta conversación, la grandeza del milagro que iba a hacer.
32b. Ya hemos hablado anteriormente de esto y es inútil repetirlo. Nos detendremos sólo en lo que se diferencian los dos milagros.
No son éstos cinco mil, sino cuatro mil, siempre el número cuatro es tenido como digno de alabanza. La piedra cuadrangular no se bambolea, no es inestable y por esta razón hasta los Evangelios hacen sagrado el número cuatro. En el milagro anterior, como el número cinco recuerda a los cinco sentidos y su proximidad, el Señor no hace mención de la multitud, pero sí los discípulos. Aquí, por el contrario, el mismo Señor dice que tiene compasión de la multitud porque hace tres días que están con El, sin duda porque creían en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo.
San Agustín, de consensu evangelistarum, 2,50
32-37. No es ciertamente fuera de propósito el advertir sobre este milagro, que si alguno de los evangelistas hubiese hablado sobre este milagro y no hubiera referido lo de los cinco panes, quizás ese evangelista fuese juzgado como contrario y en oposición con los demás; pero como son los mismos los que refieren el milagro de los cinco panes y el de los siete, nadie puede ponerlos en duda y todos los hombres deben admitir la existencia de ambos hechos. Hacemos esta advertencia para que, cuando encontremos en un evangelista un hecho que parece contrario a otro completamente parecido, referido por otro evangelista, de suerte que nos parezca imposible el compaginar los dos hechos, digamos desde luego que han existido los dos hechos y que un evangelista refiere el uno y otro evangelista el otro.
San Hilario, in Matthaeum, 15
35. La gente se sienta sobre la tierra, porque ninguna obra de la Ley les daba antes dónde sentarse y ellos estaban aún adheridos al origen del pecado y de la carne.
38. Así como aquella multitud que alimentó primero el Señor representa al pueblo creyente de los judíos, así también esta última es figura del pueblo gentil y los cuatro mil hombres reunidos significan la multitud innumerable reunida de las cuatro partes del mundo.
Rábano
29a. En sentido místico, viene el Señor a la Judea, después de curada la mujer cananea, figura de la conversión de los gentiles, porque alcanzará su salvación todo el pueblo de Israel, después que la mayor parte de los gentiles hayan entrado en la Iglesia (Rom 11,25-26).
29b-32. “…subió al monte y se sentó allí”. Es decir, para levantar a sus oyentes a la meditación de las cosas superiores y celestiales y se sentó allí para hacernos ver que sólo en las cosas celestiales encuentra nuestra alma su descanso. Y mientras estaba sentado en el monte, esto es, en el palacio del cielo, se le aproxima el pueblo fiel con devoción, llevando consigo a los mudos y a los ciegos, etc. y los ponen a los pies del Señor. Porque sólo se presentan al Señor para que les dé la salud aquellos que confiesan sus pecados y de tal manera los cura el Señor, que el pueblo todo queda admirado y prorrumpe en alabanzas al Dios de Israel. De esta manera los fieles, después de ver que los que antes habían enfermado espiritualmente son enriquecidos con todo género de obras virtuosas, cantan sus alabanzas a Dios.
32. “…hace ya tres días…” Se dice esto porque en la duración de los siglos ha habido tres épocas en que la gracia ha sido dada: primera, la de antes de la Ley; segunda, la de la Ley y tercera, la de la gracia. La cuarta es la del cielo, cuya esperanza da ánimo al que se dirige hacia él.
Remigio
29. Varios son los nombres que se dan a este mar: se le llama mar de Galilea por su proximidad a la Galilea y mar de Tiberíades por la ciudad de Tiberíades. Sigue: “Y subiendo a un monte, se sentó allí”.
32-37. En este pasaje del Evangelio es preciso considerar la operación de la divinidad y de la humanidad de Cristo. La humanidad en la compasión que tuvo de la multitud, cosa que es propio del sentimiento de la fragilidad humana y la divinidad en la multiplicación de los panes y en la alimentación de las gentes. Este pasaje destruye completamente el error de Eutiques [1] que no admitía en Cristo más que una sola naturaleza.
…porque los que se corrigen por la penitencia de los pecados que han cometido se convierten al Señor con el pensamiento, con la palabra y con las obras. No quiso el Señor despachar en ayunas a toda esa gente, para que no desfalleciese en el camino. Porque los pecadores que se convierten por la penitencia, necesitan, si no han de perecer en el transcurso de esta vida pasajera, ser despachados con el alimento de la sagrada doctrina.
Notas
[1] Eutiques fue un monje griego, iniciador de la herejía monofisita. Nació el año 378, probablemente en Constantinopla. Muy joven aún, abrazó la vida religiosa en un monasterio de la capital, donde tuvo como maestro a un cierto Máximo, adversario declarado del nestorianismo. En esta educación recibida se deben buscar las raíces de su odio contra el difisismo (dos naturalezas) cristológico. Ordenado sacerdote, y elegido luego higúmeno (superior) de su monasterio, se lanzó, sin la suficiente preparación teológica y con una buena dosis de imprudencia, a intervenir en las discusiones doctrinales de su tiempo.
Tradicionalmente se le ha considerado como el padre del monofisismo real, es decir, el que considera una única naturaleza. en Cristo, después de la unión de la divinidad con la humanidad; y esto no sólo en las formulaciones, sino en la realidad misma. Por eso, esta forma de monofisismo se ha llamado eutiquiana.
Glosa
29. El mar junto al cual llegó Jesús, significa los turbios movimientos de esta vida y el mar de Galilea, el tránsito de los hombres desde el vicio a la virtud.
30. Pero hay muchos que no alaban a Dios. Tales son los ciegos, que no comprenden el camino de la vida; los sordos, que no obedecen; los cojos, que no marchan derechos por el camino del deber y los mancos, que son impotentes para obrar bien.
32-37. Es de considerar cómo el Señor cura primero las enfermedades y después da el alimento. Lo hace así para indicar que es preciso hacer desaparecer primero los pecados y después alimentar el alma con las palabras de Dios.
Los siete panes son la Escritura del Nuevo Testamento, que revela y da la gracia del Espíritu Santo. No son éstos siete panes de cebada (como arriba). Porque no está en el Nuevo Testamento, como lo estaba en la Ley, el alimento vital envuelto entre figuras, o cubierto como de paja permanente. No se habla aquí de dos peces, figura de los dos crismas de la Ley, el del rey y el del sacerdote, sino de unos pocos peces, imagen de los santos del Nuevo Testamento, que arrancados de entre las olas de la vida, sufren el oleaje de este mar tempestuoso y nos alientan con su ejemplo para que no desfallezcamos en el camino.
O también se sientan en el primer milagro sobre el heno, para reprimir los deseos de la carne y en el segundo sobre la tierra, porque El les manda abandonar al mundo. El monte sobre el que el Señor los alimenta, es la alteza de Cristo y hay heno sobre la tierra, porque la alteza de Cristo está cubierta, a causa de los hombres carnales, por la esperanza y los deseos de la carne.
En el segundo milagro, por el contrario, alejado todo deseo carnal, contiene y encierra los convites del Nuevo Testamento la solidez de la esperanza no interrumpida. Había allí cinco mil hombres que, como carnales que eran, estaban sujetos a los cinco sentidos y aquí cuatro, a causa de las cuatro virtudes que dan al alma la vida del espíritu: la prudencia, la templanza, la fortaleza y la justicia. De estas virtudes la primera da al hombre el conocimiento de las cosas que debe desear y de las que debe evitar; la segunda refrena el apetito por las cosas que deleitan temporalmente; la tercera da fuerza contra los pesares de la vida y la cuarta, que se difunde entre las otras, consiste en amar a Dios y al prójimo.
Tanto allí como aquí, quedan excluidos las mujeres y los niños, porque en el Antiguo y en el Nuevo Testamento no se aproximan al Señor los que no se esfuerzan constantemente por llegar a ser hombres perfectos, o por falta de fuerza, o por poquedad de espíritu. Se celebran sobre la montaña las dos comidas, porque la Escritura de ambos Testamentos manda preceptos elevados y tiene recompensas sublimes, todo lo cual predica la grandeza de Cristo y los apóstoles retiran y cumplen todos aquellos misterios sublimes que no están al alcance de la inteligencia de la multitud, es decir, a la inteligencia enriquecida de siete formas por la gracia de Dios de los corazones perfectos.
Suelen hacerse las cestas de junco entretejidos y de hojas de palmeras y significan los santos que colocan la raíz de su corazón en la misma fuente de la vida (a fin de que no se sequen como el junco en el agua) y llevan en su corazón la palma de la recompensa eterna.
Baudoin de Ford, obispo
El sacramento del altar, PL 204, 690-691
“El pan de la vida eterna”
“Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no volverá a tener hambre; el que cree en mí nunca tendrá sed.” (Jn 6,35)… Por dos veces el apóstol expresa aquí la hartura, propia de la eternidad, donde nada nos faltará.
Sin embargo, la Sabiduría dice: “Los que comen tendrán más hambre, los que me beben, tendrán más sed.” (Eclo 24,21) Cristo, la sabiduría de Dios, no es un alimento para saciar nuestro deseo ya en esta vida, sino para encendernos en este deseo; cuanto más gustamos de su dulzura, tanto más se enciende nuestro deseo. Por esto, los que le comen tendrán más hambre hasta que llegue el momento de la hartura. Cuando su deseo será colmado, ya no tendrán ni hambre ni sed.
“Los que me comen tendrán más hambre”. Esta palabra se puede referir también al mundo futuro porque hay en la plenitud eterna una especie de hambre que no procede de la necesidad sino de la felicidad… La satisfacción en el cielo no conoce hartura ni el deseo conoce la ansiedad. Cristo, admirable en su belleza, es siempre deseado, “los mismos ángeles (le) desean contemplar.” (cf 1P 1,12) Así, pues, al mismo tiempo que le poseeremos lo desearemos; teniéndole lo buscaremos, según está escrito: “buscad su rostro sin descanso” (Sal 105,4) En efecto, siempre buscamos a Aquel que amamos para estar con él para siempre.
Papa Francisco
Homilía del 30/05/2013
¿Dónde encontraremos en un desierto, suficiente pan para saciar el hambre de una multitud?
¿De dónde nace la multiplicación de los panes? La respuesta está en la invitación de Jesús a los discípulos: “Dadles vosotros…”, “dar”, compartir. ¿Qué comparten los discípulos? Lo poco que tienen: cinco panes y dos peces. Pero son precisamente esos panes y esos peces los que en las manos del Señor sacian a toda la multitud. Y son justamente los discípulos, perplejos ante la incapacidad de sus medios y la pobreza de lo que pueden poner a disposición, quienes acomodan a la gente y distribuyen —confiando en la palabra de Jesús— los panes y los peces que sacian a la multitud. Y esto nos dice que en la Iglesia, pero también en la sociedad, una palabra clave de la que no debemos tener miedo es “solidaridad”, o sea, saber poner a disposición de Dios lo que tenemos, nuestras humildes capacidades, porque sólo compartiendo, sólo en el don, nuestra vida será fecunda, dará fruto. Solidaridad: ¡una palabra malmirada por el espíritu mundano!
Esta tarde, en la Eucaristía, de nuevo, el Señor distribuye para nosotros el pan que es su Cuerpo, Él se hace don. Y también nosotros experimentamos la “solidaridad de Dios” con el hombre, una solidaridad que jamás se agota, una solidaridad que no acaba de sorprendernos: Dios se hace cercano a nosotros, en el sacrificio de la Cruz se abaja entrando en la oscuridad de la muerte para darnos su vida, que vence el mal, el egoísmo y la muerte. Jesús también esta tarde se da a nosotros en la Eucaristía, comparte nuestro mismo camino, es más, se hace alimento, el verdadero alimento que sostiene nuestra vida también en los momentos en los que el camino se hace duro, los obstáculos ralentizan nuestros pasos. Y en la Eucaristía el Señor nos hace recorrer su camino, el del servicio, el de compartir, el del don, y lo poco que tenemos, lo poco que somos, si se comparte, se convierte en riqueza, porque el poder de Dios, que es el del amor, desciende sobre nuestra pobreza para transformarla.
Benedicto XVI, papa
Homilía para el Congreso Eucarístico Italiano del 29/05/2005.
La Eucaristía, el sacramento del mundo renovado
Queridos amigos… debemos redescubrir la alegría del domingo cristiano. Debemos redescubrir con orgullo el privilegio de participar en la Eucaristía, que es el sacramento del mundo renovado. La resurrección de Cristo tuvo lugar el primer día de la semana, que en la Escritura es el día de la creación del mundo. Precisamente por eso, la primitiva comunidad cristiana consideraba el domingo como el día en que había iniciado el mundo nuevo, el día en que, con la victoria de Cristo sobre la muerte, había iniciado la nueva creación.
Al congregarse en torno a la mesa eucarística, la comunidad iba formándose como nuevo pueblo de Dios. San Ignacio de Antioquía se refería a los cristianos como “aquellos que han llegado a la nueva esperanza”, y los presentaba como personas “que viven según el domingo” (“iuxta dominicam viventes”). Desde esta perspectiva, el obispo de Antioquía se preguntaba: “¿Cómo podríamos vivir sin él, a quien incluso los profetas esperaron?” (Ep. ad Magnesios, 9, 1-2).
“¿Cómo podríamos vivir sin él?”. En estas palabras de san Ignacio resuena la afirmación de los mártires de Abitina: “Sine dominico non possumus”. Precisamente de aquí brota nuestra oración: que también nosotros, los cristianos de hoy, recobremos la conciencia de la importancia decisiva de la celebración dominical y tomemos de la participación en la Eucaristía el impulso necesario para un nuevo empeño en el anuncio de Cristo, “nuestra paz” (Ef 2, 14), al mundo. Amén.
La Didajé
§ 9,10
«Que así también la Iglesia desde los extremos de la tierra se reúna en tu Reino»
Sobre la Eucaristía, dad gracias con estas palabras. Primero sobre el cáliz: «Te damos gracias, oh Padre nuestro, por la santa viña de David, tu siervo. Tú nos la has revelado por Jesús, tu siervo. ¡Gloria a ti por los siglos. Amén». Después sobre el pan partido: «Te damos gracias, oh Padre nuestro, por la vida y el conocimiento que nos has revelado por Jesús, tu siervo. ¡Gloria a ti por los siglos! De la misma manera que este pan que partimos, anteriormente diseminado por las colinas, ha sido recogido para no hacer más que uno solo, que así también tu Iglesia sea reunida de los extremos de la tierra en tu Reino. ¡A ti la gloria y el poder por los siglos. Amén! Que nadie coma ni beba de vuestra eucaristía si no está bautizado en el nombre del Señor…
Después de haberos saciado, dad gracias así: «Te damos gracias, oh Padre santo, por tu santo nombre que has hecho habitar en nuestros corazones, por el conocimiento, la fe y la inmortalidad que nos has revelado por Jesús, tu Hijo. ¡Gloria a ti por los siglos. Amén! Eres tú, Señor todopoderoso, que has creado el universo, para alabanza de tu nombre; has dado a los hombres las delicias del alimento y bebida para que te den gracias. Pero a nosotros, nos has hecho la gracia de un alimento celestial y de una bebida espiritual, y la vida eterna, por Jesús, tu siervo».
Beato Juan van Ruysbroeck
Las Bodas espirituales, 1
Cristo viene en los sacramentos, especialmente en la eucaristía
La segunda venida de Cristo, nuestro esposo, se da todos los días en los hombres buenos, a menudo y repetidas veces, con gracias y nuevos dones en todos los que se sujetan a él según está a su alcance. No queremos ahora hablar de la primera conversión del hombre ni de la primera gracia que le fue dada cuando se convirtió del pecado a la virtud. Sino que hablamos de su crecimiento, día tras día, gracias a nuevos dones y nuevas virtudes y también de la venida en nuestra alma, actual y cotidianamente de Cristo, nuestro esposo…
Hay una venida de Cristo, nuestro esposo, que se realiza todos los días y que consiste en un crecimiento en gracias y dones nuevos, cuando alguien recibe un sacramento con corazón humilde y libre de todo lo que supondría para él un estorbo en el progreso. Es entonces que recibe nuevos dones y crece en gracia por su humildad, y debido a la actividad escondida de Cristo en el interior de los sacramentos… Esta es la segunda venida de Cristo, nuestro esposo, que se presenta ahora a nosotros, y todos los días. Debemos considerar esto con un corazón lleno de deseo de que se realice en nosotros. Porque nos es del todo necesario si no queremos caer, sino progresar en vida eterna.
Catecismo de la Iglesia Católica
§ 1402-1405
Nuestro pan en el desierto: la eucaristía, prenda de la gloria que ha de venir
Si la Eucaristía es el memorial de la Pascua del Señor y si por nuestra comunión en el altar somos colmados «de gracia y bendición» (MR, Cano Romano 96), la Eucaristía es también la anticipación de la gloria celestial. En la última Cena, el Señor mismo atrajo la atención de sus discípulos hacia el cumplimiento de la Pascua en el reino de Dios: «Y os digo que desde ahora no beberé de este fruto de la vid hasta el día en que lo beba con vosotros, de nuevo, en el Reino de mi Padre» (Mt 26,29; cf Lc 22,18; Mc 14,25). Cada vez que la Iglesia celebra la Eucaristía recuerda esta promesa y su mirada se dirige hacia «el que viene» (Ap 1,4). En su oración, implora su venida: «Marana tha» (1Co 16,22). «Ven, Señor Jesús» (Ap 22,20), «que tu gracia venga y que este mundo pase» (Didaché 10,6).
La Iglesia sabe que, ya ahora, el Señor viene en su Eucaristía y que está ahí en medio de nosotros. Sin embargo, esta presencia está velada. Por eso celebramos la Eucaristía «mientras esperamos la gloriosa venida de Nuestro Salvador Jesucristo» (Tt 2,13), pidiendo entrar «en tu reino, donde esperamos gozar todos juntos de la plenitud eterna de tu gloria; allí enjugarás las lágrimas de nuestros ojos, porque, al contemplarte como tú eres, Dios nuestro, seremos para siempre semejantes a ti y cantaremos eternamente tus alabanzas, por Cristo, Señor Nuestro» (plegaria eucarística 3).
De esta gran esperanza, la de los cielos nuevos y la tierra nueva en los que habitará la justicia (cf 2P 3,13), no tenemos prenda más segura, signo más manifiesto que la Eucaristía. En efecto, cada vez que se celebra este misterio, «se realiza la obra de nuestra redención» (LG 3) y, «partimos un mismo pan que es remedio de inmortalidad, antídoto para no morir, sino para vivir en Jesucristo para siempre» (S. Ignacio de Antioquia).
Concilio Vaticano II
Constitución sobre la santa liturgia «Sacrosanctum Concilium», § 6.8
«Cada vez que coméis de este pan y bebéis de este cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva» (1Co 11,26)
Así como Cristo fue enviado por el Padre, El, a su vez, envió a los Apóstoles llenos del Espíritu Santo. No sólo los envió a predicar el Evangelio a toda criatura y a anunciar que el Hijo de Dios, con su Muerte y Resurrección, nos libró del poder de Satanás y de la muerte, y nos condujo al reino del Padre, sino también a realizar la obra de salvación que proclamaban, mediante el sacrificio y los sacramentos, en torno a los cuales gira toda la vida litúrgica. Y así, por el bautismo, los hombres son injertados en el misterio pascual de Jesucristo: mueren con El, son sepultados con El y resucitan con El; reciben el espíritu de adopción de hijos “por el que clamamos: Abba, Padre” (Rom., 8,15) y se convierten así en los verdaderos adoradores que busca el Padre. Asimismo, cuantas veces comen la cena del Señor, proclaman su Muerte hasta que vuelva…
En la Liturgia terrena preguntamos y tomamos parte en aquella Liturgia celestial, que se celebra en la santa ciudad de Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos, y donde Cristo está sentado a la diestra de Dios como ministro del santua¬rio y del tabernáculo verdadero, cantamos al Señor el himno de gloria con todo el ejército celestial; venerando la memoria de los santos esperamos tener parte con ellos y gozar de su compañía; aguardamos al Salvador, Nuestro Señor Jesucristo, hasta que se manifieste El, nuestra vida, y nosotros nos manifestamos también gloriosos con El.
Beato John Henry Newman
Doce Meditaciones e Intercesiones para el Viernes Santo, 9-10
“Siento compasión por esta multitud”
La Escritura inspirada lo dice: “Te compadeces de todos, porque todo lo puedes, cierras los ojos a los pecados de los hombres, para que se arrepientan. Amas a todos los seres y no odias nada de lo que has hecho; si hubieras odiado alguna cosa, no la habrías creado… A todos perdonas, porque son tuyos, Señor, amigo de la vida” (Sab 11,21s). Mirad qué es lo que le hace bajar del cielo y le da el nombre de Jesús… “Le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará al pueblo de los pecados” (Mt 1,21). Es su gran amor por los hombres, su compasión por los pecadores lo que le ha hecho bajar del cielo.
¿Por qué consentir en cubrir su gloria en un cuerpo mortal si no deseara ardientemente salvar a los extraviados, los que han perdido toda esperanza de salvación? Lo dice él mismo: “El Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar a los que se habían perdido” (Lc 19,10). Antes que dejarnos perecer, ha hecho todo lo que un Dios todopoderoso puede hacer de acuerdo con sus divinos atributos: se ha entregado a sí mismo. Nos ama hasta tal punto que quiere dar la vida por cada uno de nosotros de manera tan absoluta, tan plena, como si no hubiera más que un solo hombre para salvar. Es nuestro mejor amigo…, el único amigo verdadero, pone en juego todos los medios posibles para que nosotros le devolvamos este amor. No rechaza nada nuestro si consentimos en amarle…
Oh, mi Señor y mi Salvador, en tus brazos me siento seguro. Estando contigo, nada temo; pero si me abandonas, ya nada puedo esperar. No sé que es lo que me va a pasar desde ahora hasta el momento de mi muerte, no sé nada de mi futuro, pero me fío de ti… Descanso totalmente en ti porque tú conoces lo que es bueno para mí, y no lo sé.
Papa Francisco, Homilía, el 30-05-2013
¿Dónde encontraremos en un desierto, suficiente pan para saciar el hambre de una multitud?
¿De dónde nace la multiplicación de los panes? La respuesta está en la invitación de Jesús a los discípulos: “Dadles vosotros…”, “dar”, compartir. ¿Qué comparten los discípulos? Lo poco que tienen: cinco panes y dos peces. Pero son precisamente esos panes y esos peces los que en las manos del Señor sacian a toda la multitud.
Y son justamente los discípulos, perplejos ante la incapacidad de sus medios y la pobreza de lo que pueden poner a disposición, quienes acomodan a la gente y distribuyen —confiando en la palabra de Jesús— los panes y los peces que sacian a la multitud. Y esto nos dice que en la Iglesia, pero también en la sociedad, una palabra clave de la que no debemos tener miedo es “solidaridad”, o sea, saber poner a disposición de Dios lo que tenemos, nuestras humildes capacidades, porque sólo compartiendo, sólo en el don, nuestra vida será fecunda, dará fruto.
Solidaridad: ¡una palabra malmirada por el espíritu mundano! Esta tarde, en la Eucaristía, de nuevo, el Señor distribuye para nosotros el pan que es su Cuerpo, Él se hace don. Y también nosotros experimentamos la “solidaridad de Dios” con el hombre, una solidaridad que jamás se agota, una solidaridad que no acaba de sorprendernos: Dios se hace cercano a nosotros, en el sacrificio de la Cruz se abaja entrando en la oscuridad de la muerte para darnos su vida, que vence el mal, el egoísmo y la muerte. Jesús también esta tarde se da a nosotros en la Eucaristía, comparte nuestro mismo camino, es más, se hace alimento, el verdadero alimento que sostiene nuestra vida también en los momentos en los que el camino se hace duro, los obstáculos ralentizan nuestros pasos. Y en la Eucaristía el Señor nos hace recorrer su camino, el del servicio, el de compartir, el del don, y lo poco que tenemos, lo poco que somos, si se comparte, se convierte en riqueza, porque el poder de Dios, que es el del amor, desciende sobre nuestra pobreza para transformarla.
Juan Pablo II
Audiencia (extracto) el 07-07-1993
El presbítero, hombre de la caridad
3. En la vida de Jesús son muy visibles las características esenciales de la caridad pastoral, que tiene para con sus hermanos los hombres, y que pide imitar a sus hermanos los pastores. Su amor es, ante todo, un amor humilde: “Soy manso y humilde de corazón” (Mt 11,29). De modo significativo, recomienda a sus apóstoles que renuncien a sus ambiciones personales y a todo afán de dominio, para imitar el ejemplo del “Hijo del hombre” , que “no vino a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos” (Mc 10,45 Mt 20,28 cf. Pastores dabo vobis PDV 21 PDV 22).
De aquí se deduce que la misión de pastor no puede ejercerse con una actitud de superioridad o autoritarismo (cf. 1P 5,3), que irritaría a los fieles y, quizá, los alejaría del rebaño. Siguiendo las huellas de Cristo, buen pastor, tenemos que formarnos en un espíritu de servicio humilde (cf. Catecismo de la Iglesia católica CEC 876).
Jesús, además, nos da el ejemplo de un amor lleno de compasión, o sea, de participación sincera y real en los sufrimientos y dificultades de los hermanos. Siente compasión por las multitudes sin pastor (cf. Mt 9,36), y por eso se preocupa por guiarlas con sus palabras de vida y se pone a “enseñarles muchas cosas”(Mc 6,34). Por esa misma compasión, cura a numerosos enfermos (cf. Mt 14,14), ofreciendo el signo de una intención de curación espiritual; multiplica los panes para los hambrientos (cf. Mt 15,32 Mc 8,2), símbolo elocuente de la Eucaristía; se conmueve ante las miserias humanas (cf. Mt 20,34 Mc 1,41), y, quiere sanarlas; participa en el dolor de quienes lloran la pérdida de un ser querido (cf. Lc 7,13 Jn 11,33 Jn 11,35); también siente misericordia hacia los pecadores (cf. Lc 15,1 Lc 15,2), en unión con el Padre, lleno de compasión hacia el hijo pródigo (cf. Lc 15,20) y prefiere la misericordia al sacrificio ritual (cf. Mt 9,10 Mt 9,13); y en algunas ocasiones recrimina a sus adversarios por no comprender su misericordia (cf. Mt 12,7).
4. A este respecto, es significativo el hecho de que la Carta a los Hebreos, a la luz de la vida y muerte de Jesús, considere la solidaridad y la compasión como un rasgo esencial del sacerdocio auténtico. En efecto, reafirma que el sumo sacerdote “es tomado de entre los hombres y está puesto en favor de los hombres […], y puede sentir compasión hacia los ignorantes y extraviados” (He 5,1 He 5,2). Por ese motivo, también el Hijo eterno de Dios “tuvo que asemejarse en todo a sus hermanos, para ser misericordioso y sumo sacerdote fiel en lo que toca a Dios, en orden a expiar los pecados del pueblo” (He 2,17). Nuestra gran consolación de cristianos es, por consiguiente, saber que “no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado” (He 4,15). Así pues, el presbítero halla en Cristo el modelo de un verdadero amor a los que sufren, a los pobres, a los afligidos y, sobre todo, a los pecadores, pues Jesús está cercano a los hombres con una vida semejante a la nuestra; sufrió pruebas y tribulaciones como las nuestras; por eso, siente gran compasión hacia nosotros y “puede sentir compasión hacia los ignorantes y extraviados” (He 5,2). Por último, ayuda eficazmente a los probados, “pues habiendo sido probado en el sufrimiento, puede ayudar a los que se ven probados” (He 2,18).
Exhortación apostólica Pastores gregis, n. 73 – 16-10-2003
Ante un panorama tan complejo humanamente para el anuncio del Evangelio, viene a la memoria, casi espontáneamente, el episodio de la multiplicación de los panes narrado en los Evangelios. Los discípulos exponen a Jesús su perplejidad ante la muchedumbre que, hambrienta de su palabra, lo ha seguido hasta el desierto, y le proponen: «Dimitte turbas… Despide a la gente» (Lc 9,12). Quizás tienen miedo y verdaderamente no saben cómo saciar a un número tan grande de personas.
Una actitud análoga podría surgir en nuestro ánimo, como desalentado ante la magnitud de los problemas que interpelan a las Iglesias y a nosotros, los Obispos, personalmente. En este caso, hay que recurrir a esa nueva fantasía de la caridad que ha de promover no tanto y no sólo la eficacia de la ayuda prestada sino la capacidad de hacerse cercano a quien está necesitado, de modo que los pobres se sientan en cada comunidad cristiana como en su propia casa. [1]
No obstante, Jesús tiene su propia manera de solucionar los problemas. Como provocando a los Apóstoles, les dice: «Dadles vosotros de comer» (Lc 9,13). Conocemos bien la conclusión del episodio: «Comieron todos hasta saciarse. Se recogieron los trozos que les habían sobrado: doce canastos» (Lc 9,17). ¡Quedan todavía muchas de aquellas sobras en la vida de la Iglesia!
Se pide a los Obispos del tercer milenio que hagan lo que muchos Obispos santos supieron hacer a lo largo de la historia hasta a hoy. Como san Basilio, por ejemplo, que quiso incluso construir a las puertas de Cesarea una vasta estructura de acogida para los pobres, una verdadera ciudadela de la caridad, que en su nombre se llamó Basiliade. En eso se ve claramente que «la caridad de las obras corrobora la caridad de las palabras». [2] También nosotros hemos de seguir este camino: el Buen Pastor ha confiado su grey a cada Obispo para que la alimente con la palabra y la forme con el ejemplo.
Así pues, nosotros, los Obispos, ¿de dónde sacaremos el pan necesario para responder a tantas cuestiones dentro y fuera de las Iglesias y de la Iglesia? Podríamos lamentarnos, como los Apóstoles con Jesús: «¿Cómo hacernos en un desierto con pan suficiente para saciar a una multitud tan grande?» (Mt 15,33). ¿En qué « sitios » encontraremos los recursos? Podemos insinuar al menos algunas respuestas fundamentales.
Nuestro primer y trascendental recurso es la caridad de Dios infundida en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado (cf. Rm 5,5). El amor con que Dios nos ha amado es tan grande que siempre nos puede ayudar a encontrar el modo apropiado para llegar al corazón del hombre y la mujer de hoy. En cada instante el Señor, con la fuerza de su Espíritu, nos da la capacidad de amar y de inventar formas más justas y hermosas de amar. Llamados a ser servidores del Evangelio para la esperanza del mundo, sabemos que esta esperanza no proviene de nosotros sino del Espíritu Santo, que « no deja de ser el custodio de la esperanza en el corazón del hombre: la esperanza de todas las criaturas humanas y, especialmente, de aquellas que ‘poseen las primicias del Espíritu’ y ‘esperan la redención de su cuerpo’ ».[3]
Otro recurso que tenemos es la Iglesia, en la que estamos insertados por el Bautismo junto con tantos otros hermanos y hermanas nuestros, con los cuales confesamos al único Padre celeste y nos alimentamos del único Espíritu de santidad. [4] La situación presente nos invita, si queremos responder a las esperanzas del mundo, a comprometernos a hacer de la Iglesia « la casa y la escuela de la comunión ». [5]
También nuestra comunión en el cuerpo episcopal, del que formamos parte por la consagración, es una formidable riqueza, puesto que es una ayuda inapreciable para leer con atención los signos de los tiempos y discernir con claridad lo que el Espíritu dice a las Iglesias. En el corazón del Colegio de los Obispos está el apoyo y la solidaridad del Sucesor del apóstol Pedro, cuya potestad suprema y universal no anula, sino que afirma, refuerza y protege la potestad de los Obispos, sucesores de los Apóstoles. En esta perspectiva, es importante potenciar los instrumentos de comunión, siguiendo las directrices del Concilio Vaticano II. En efecto, no cabe duda de que hay circunstancias –y hoy abundan– en que una Iglesia particular por sí sola, o incluso varias Iglesias colindantes, se ven incapaces o prácticamente imposibilitadas para intervenir adecuadamente sobre problemas de la mayor importancia. Sobre todo en dichas circunstancias es cuando puede ser una auténtica ayuda recurrir a los instrumentos de la comunión episcopal.
Por último, un recurso inmediato para un Obispo que busca el « pan » para saciar el hambre de sus hermanos es la propia Iglesia particular, en la medida en que la espiritualidad de la comunión se consolide en ella como « principio educativo en todos los lugares donde se forma el hombre y el cristiano, donde se educan los ministros del altar, las personas consagradas y los agentes pastorales, donde se construyen las familias y las comunidades ». [6] En este punto se manifiesta nuevamente la conexión entre la X Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos y las otras tres Asambleas generales que la han precedido. Pues un Obispo nunca está solo: no lo está en el Iglesia universal y tampoco en su Iglesia particular.
Texto extraído de http://www.deiverbum.org