Lucas 1,67-79 – Evangelio comentado por los Padres de la Iglesia


«Entonces Zacarías, su padre, se llenó de Espíritu Santo y profetizó diciendo: «Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo, suscitándonos una fuerza de salvación en la casa de David, su siervo, según lo había predicho desde antiguo por boca de sus santos profetas. Es la salvación que nos libra de nuestros enemigos y de la mano de todos los que nos odian; realizando la misericordia que tuvo con nuestros padres, recordando su santa alianza y el juramento que juró a nuestro padre Abrahán para concedernos que, libres de temor, arrancados de la mano de los enemigos, le sirvamos con santidad y justicia, en su presencia, todos nuestros días. Y a ti, niño, te llamarán profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor a preparar sus caminos, anunciando a su pueblo la salvación por el perdón de sus pecados. Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz».» (Lc 1, 67-79)

Sagrada Biblia, Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española (2012)

San Juan Pablo II, papa
Catequesis (01-10-2003): El cántico del Benedictus
Audiencia general, Miércoles 1 de octubre de 2003.

1. […] Queremos detenernos en la oración que, cada mañana, marca el momento orante de la alabanza. Se trata del Benedictus, el cántico entonado por el padre de san Juan Bautista, Zacarías, cuando el nacimiento de ese hijo cambió su vida, disipando la duda por la que se había quedado mudo, un castigo significativo por su falta de fe y de alabanza.

Ahora, en cambio, Zacarías puede celebrar a Dios que salva, y lo hace con este himno, recogido por el evangelista san Lucas en una forma que ciertamente refleja su uso litúrgico en el seno de la comunidad cristiana de los orígenes (cf. Lc 1, 68-79).

El mismo evangelista lo define como un canto profético, surgido del soplo del Espíritu Santo (cf. Lc 1, 67). En efecto, nos hallamos ante una bendición que proclama las acciones salvíficas y la liberación ofrecida por el Señor a su pueblo. Es, pues, una lectura «profética» de la historia, o sea, el descubrimiento del sentido íntimo y profundo de todos los acontecimientos humanos, guiados por la mano oculta pero operante del Señor, que se entrelaza con la más débil e incierta del hombre.

2. El texto es solemne y, en el original griego, se compone de sólo dos frases (cf. vv. 68-75; 76-79). Después de la introducción, caracterizada por la bendición de alabanza, podemos identificar en el cuerpo del cántico como tres estrofas, que exaltan otros tantos temas, destinados a articular toda la historia de la salvación: la alianza con David (cf. vv. 68-71), la alianza con Abraham (cf. vv. 72-76), y el Bautista, que nos introduce en la nueva alianza en Cristo (cf. vv. 76-79). En efecto, toda la oración tiende hacia la meta que David y Abraham señalan con su presencia.

El ápice es precisamente una frase casi conclusiva: «Nos visitará el sol que nace de lo alto» (v. 78). La expresión, a primera vista paradójica porque une «lo alto» con el «nacer», es, en realidad, significativa.

3. En efecto, en el original griego el «sol que nace» es anatolè, un vocablo que significa tanto la luz solar que brilla en nuestro planeta como el germen que brota. En la tradición bíblica ambas imágenes tienen un valor mesiánico.

Por un lado, Isaías, hablando del Emmanuel, nos recuerda que «el pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierras de sombras, y una luz les brilló» (Is 9, 1). Por otro lado, refiriéndose también al rey Emmanuel, lo representa como el «renuevo que brotará del tronco de Jesé», es decir, de la dinastía davídica, un vástago sobre el que se posará el Espíritu de Dios (cf. Is 11, 1-2).

Por tanto, con Cristo aparece la luz que ilumina a toda criatura (cf. Jn 1, 9) y florece la vida, como dirá el evangelista san Juan uniendo precisamente estas dos realidades: «En él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres» (Jn 1, 4).

4. La humanidad, que está envuelta «en tinieblas y sombras de muerte», es iluminada por este resplandor de revelación (cf. Lc 1, 79). Como había anunciado el profeta Malaquías, «a los que honran mi nombre los iluminará un sol de justicia que lleva la salud en sus rayos» (Ml 3, 20). Este sol «guiará nuestros pasos por el camino de la paz» (Lc 1, 79).

Por tanto, nos movemos teniendo como punto de referencia esa luz; y nuestros pasos inciertos, que durante el día a menudo se desvían por senderos oscuros y resbaladizos, están sostenidos por la claridad de la verdad que Cristo difunde en el mundo y en la historia.

Ahora damos la palabra a un maestro de la Iglesia, a uno de sus doctores, el británico Beda el Venerable (siglo VII-VIII), que en su Homilía para el nacimiento de san Juan Bautista, comentaba el Cántico de Zacarías así: «El Señor (…) nos ha visitado como un médico a los enfermos, porque para sanar la arraigada enfermedad de nuestra soberbia, nos ha dado el nuevo ejemplo de su humildad; ha redimido a su pueblo, porque nos ha liberado al precio de su sangre a nosotros, que nos habíamos convertido en siervos del pecado y en esclavos del antiguo enemigo. (…) Cristo nos ha encontrado mientras yacíamos «en tinieblas y sombras de muerte», es decir, oprimidos por la larga ceguera del pecado y de la ignorancia. (…) Nos ha traído la verdadera luz de su conocimiento y, habiendo disipado las tinieblas del error, nos ha mostrado el camino seguro hacia la patria celestial. Ha dirigido los pasos de nuestras obras para hacernos caminar por la senda de la verdad, que nos ha mostrado, y para hacernos entrar en la morada de la paz eterna, que nos ha prometido».

5. Por último, citando otros textos bíblicos, Beda el Venerable concluía así, dando gracias por los dones recibidos: «Dado que poseemos estos dones de la bondad eterna, amadísimos hermanos, (…) bendigamos también nosotros al Señor en todo tiempo (cf. Sal 33, 2), porque «ha visitado y redimido a su pueblo». Que en nuestros labios esté siempre su alabanza, conservemos su recuerdo y, por nuestra parte, proclamemos la virtud de aquel que «nos ha llamado de las tinieblas a su luz admirable» (1 P 2, 9). Pidamos continuamente su ayuda, para que conserve en nosotros la luz del conocimiento que nos ha traído, y nos guíe hasta el día de la perfección» (Omelie sul Vangelo, Roma 1990, pp. 464-465).

Catequesis (20-12-1995): El cántico del Benedictus
Audiencia general, Miércoles 20 de diciembre de 1995.

1. Ya se acerca la Navidad del Señor, para la que nos estamos preparando durante estos días de Adviento. La solemnidad de la Navidad nos trae recuerdos de ternura y bondad, suscitando cada vez nueva atención hacia los valores humanos fundamentales: la familia, la vida, la inocencia, la paz y la gratuidad.

La Navidad es la fiesta de la familia que, reunida en torno al belén y al árbol, símbolos navideños tradicionales, se redescubre llamada a ser el santuario de la vida y del amor. La Navidad es la fiesta de los niños, porque pone de manifiesto «el sentido profundo de todo nacimiento humano, y la alegría mesiánica constituye así el fundamento y realización de la alegría por cada niño que nace» (Evangelium vitae, 1). La Navidad del Señor lleva a redescubrir, además, el valor de la inocencia, invitando a los adultos a aprender de los niños a acercarse con asombro y pureza de corazón a la cuna del Salvador, recién nacido.

La Navidad es la fiesta de la paz, porque «la paz verdadera nos viene del cielo» y «por toda la tierra los cielos destilan dulzura» (Liturgia de las Horas, oficio de lectura de Navidad). Los ángeles cantan en Belén: «Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres que él ama» (Lc 2, 14). En este tiempo, que invita a la alegría, ¿cómo no pensar con tristeza en los que, por desgracia, en muchas partes del mundo, se hallan aún inmersos en grandes tragedias? ¿Cuándo podrán celebrar una verdadera Navidad? ¿Cuándo podrá la humanidad vivir la Navidad en un mundo completamente reconciliado? Algunos signos de esperanza, gracias a Dios, nos impulsan a proseguir incansablemente en la búsqueda de la paz…

La Navidad es también la fiesta de los regalos: me imagino la alegría de los niños, y también de los adultos, que reciben un regalo navideño, al sentirse amados y comprometidos a transformarse ellos mismos en don, como el Niño que la Virgen María nos muestra en el belén.

2. Pero estas consideraciones explican sólo en parte el clima festivo y sugestivo de la Navidad. Como ya es sabido, para los creyentes el auténtico fundamento de la alegría de esta fiesta estriba en el hecho de que el Verbo eterno, imagen perfecta del Padre se ha hecho «carne«, niño frágil solidario con los hombres débiles y mortales. En Jesús, Dios mismo se ha acercado y permanece con nosotros, como don incomparable que es preciso acoger con humildad en nuestra vida.

En el nacimiento del Hijo de Dios del seno virginal de una humilde joven, María de Nazaret, los cristianos reconocen la infinita condescendencia del Altísimo hacia el hombre. Ese acontecimiento, junto con la muerte y resurrección de Cristo, constituye el culmen de la historia.

En la carta del apóstol Pablo a los Filipenses encontramos un himno a Cristo, con el que la Iglesia primitiva expresaba la gratitud y el asombro ante el sublime misterio de Dios que se hace solidario con los hombres: «(Cristo) siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre: y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz» (Flp 2, 6-8).

En el decurso de los primeros siglos, la Iglesia defendió con especial tenacidad este misterio frente a varias herejías que, al negar, de vez en cuando, la verdadera humanidad de Jesús, su real filiación divina, su divinidad o la unidad de su Persona, tendían a vaciar su excepcional y sorprendente contenido y a desvirtuar el insólito y consolador mensaje que trae al hombre de todos los tiempos.

El Catecismo de la Iglesia católica nos recuerda que «el acontecimiento único y totalmente singular de la encarnación del Hijo de Dios no significa que Jesucristo sea en parte Dios y en parte hombre, ni que sea el resultado de una mezcla confusa entre lo divino y lo humano. Él se hizo verdaderamente hombre sin dejar de ser verdaderamente Dios. Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre» (n. 464).

3. ¿Qué significado tiene para nosotros el evento extraordinario del nacimiento de Jesucristo? ¿Qué buena nueva nos trae? ¿A qué metas nos impulsa? San Lucas, el evangelista de la Navidad, en las palabras inspiradas de Zacarías nos presenta la Encarnación como la visita de Dios: «Bendito el Señor Dios de Israel porque ha visitado y redimido a su pueblo, y nos ha suscitado una fuerza salvadora en la casa de David, su siervo» (Lc 1, 68-69).

Pero ¿Qué efectos produce en el hombre la visita de Dios? La sagrada Escritura testimonia que cuando el Señor interviene, trae salvación y alegría, libra de la aflicción, infunde esperanza, mira el destino del que recibe la visita y abre perspectivas nuevas de vida y salvación.

La Navidad es la visita de Dios por excelencia, pues en este acontecimiento se hace sumamente cercano al hombre mediante su Hijo único, que manifiesta en el rostro de un niño su ternura hacia los pobres y los pecadores. En el Verbo encarnado se ofrece a los hombres la gracia de la adopción como hijos de Dios. San Lucas se preocupa de mostrar que el evento del nacimiento de Jesús cambia realmente la historia y la vida de los hombres, sobre todo de los que lo acogen con corazón sincero: Isabel, Juan Bautista, los pastores, Simeón, Ana y sobre todo María son testigos de las maravillas que Dios obra con su visita.

En María, de manera especial, el evangelista presenta no sólo un modelo que es necesario seguir para acoger a Dios que sale a nuestro encuentro, sino también las perspectivas exultantes que se abren a quien, habiéndolo acogido, está Llamado a convertirse, a su vez, en instrumento de su visita y heraldo de su salvación: «Apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi seno», exclama Isabel dirigiéndose a la Virgen, que le lleva en sí misma la visita de Dios (Lc 1, 44). La misma alegría invade a los pastores, que van a Belén por invitación del ángel y encuentran al niño con su Madre: vuelven «glorificando y alabando a Dios» (Lc 2, 20), porque saben que el Señor los ha visitado.

A la luz del misterio que nos disponemos a celebrar, expreso a todos el deseo de que acudamos en esta Navidad, como María, a Cristo que viene a «visitarnos de lo alto» (Lc 1, 78), con corazón abierto y disponible, para convertirnos en instrumentos de la alegre visita de Dios para cuantos encontremos en nuestro camino diario.

Texto extraído de http://www.deiverbum.org

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