Parábola de la red que echan en el mar
Esta parábola de “La red que echan en el mar” sólo aparece en el evangelio de san Mateo:
La parábola de la red se inspira en el hecho de un pescador que echa una red barredera al mar, que arrastra todo lo que encuentra a su paso, pero el pescador no se preocupa por lo que recoge, pues al final hará una selección entre los peces que comestibles y los no comestibles.
La red es algo preparado y equipado para un propósito especial: atrapar peces. La red en sí misma no hace distinción de los peces, ya que recibe a todos los que vienen. La invitación del evangelio es universal, es para toda criatura, para todo aquel que venga.
La red se echa en el mar que representa la esfera en la que los hombres viven y se mueven. Indica un estado de alteración, inquietud y peligro. En este mar se ha echado la red del evangelio, preparada por la gracia de Dios, para reunir un pueblo para su nombre.
Los peces buenos y malos podrían haber andado juntos mientras estaban en el mar, pero será diferente en la orilla. Así será al final, se dividirá a los malos de entre los justos. Los buenos se colocarán en una cestas preparadas para ellos antes de que la red fuera extraída. De la misma forma, Jesucristo se ha ido para hacer preparativos “En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no, os lo habría dicho, porque me voy a prepararos un lugar.” (Juan 14, 2). Mientras que los malos se echarán al fuego.
A través del Evangelio, Dios nos invita a todos a arrepentirnos y recibir el regalo de la salvación. A través de su gracia, mediante la acción del Espíritu Santo, Dios se acerca a nosotros, a todo tipo de personas, de todos los ámbitos de la vida, porque Dios no quiere que nadie se pierda por eso Dios nos hace el regalo de su gracia. Dios no elige, nos quiere a todos, pero no todos eligen tener una relación con Dios y por eso se apartan. En esto consiste el amor de Dios, nos ha dado la libertad humana de elegirle o no.
La “red del Evangelio” recoge a todo tipo de personas, pero no basta con ser cristiano de palabra, para entrar en posesión del Reino, es preciso haber tomado una decisión clara respecto a Jesucristo. Esto no quiere decir que sólo los que entren en un convento o se marchen de misiones heredarán el Reino, también aquellos que han transformado su vida, su prestigio, sus posesiones,… ya sea trabajando en una industria, en un hospital, en una escuela,… pueden entrar el Reino de los Cielos.
Si nuestra vida no está movida por el nuevo espíritu, no podremos entrar al Reino de los cielos. Esta nueva motivación de nuestra vida: la actitud del hombre para con Dios, para con el prójimo y para consigo mismo, se nos revela en las bienaventuranzas.
Las bienaventuranzas son la «carta magna» del Reino de los Cielos que es dada a los pobres de espíritu, a los afligidos, a los mansos, a quienes tienen hambre y sed de justicia, a los misericordiosos, a los limpios de corazón, a los constructores de la paz, a los perseguidos por causa de la justicia. Manifiestan la obra que Dios realiza en nosotros haciéndonos semejantes a su Hijo y capaces de tener sus sentimientos, de confianza plena en el Padre, de amor y de perdón hacia todos.
Son el modelo de vida que un cristiano debe tener para realmente seguir a Jesús y así entrar en el Reino de los Cielos.