Martes XXIX del Tiempo Ordinario (par)

Primera lectura Efesios 2, 12-22. Él es nuestra paz: el que de los dos pueblos ha hecho uno.

Hermanos:

Entonces vivíais sin Cristo: extranjeros a la ciudadanía de Israel, ajenos a las alianzas y sus promesas, sin esperanza y sin Dios en el mundo. Ahora, gracias a Cristo Jesús, los que un tiempo estabais lejos estáis cerca por la sangre de Cristo.

Él es nuestra paz: el que de los dos pueblos ha hecho uno, derribando en su cuerpo de carne el muro que los separaba: la enemistad. Él ha abolido la ley con sus mandamientos y decretos, para crear, de los dos, en sí mismo, un único hombre nuevo, haciendo las paces. Reconcilió con Dios a los dos, uniéndolos en un solo cuerpo mediante la cruz, dando muerte, en él, a la hostilidad. Vino a anunciar la paz: paz a vosotros los de lejos, paz también a los de cerca. Así, unos y otros, podemos acercarnos al Padre por medio de él en un mismo Espíritu.

Así pues, ya no sois extranjeros ni forasteros, sino conciudadanos de los santos, y miembros de la familia de Dios. Estáis edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, y el mismo Cristo Jesús es la piedra angular. Por él todo el edificio queda ensamblado, y se va levantando hasta formar un templo consagrado al Señor. Por él también vosotros entráis con ellos en la construcción, para ser morada de Dios, por el Espíritu.

Salmo responsorial Salmo 84, 9abc y 10. 11-12. 13-14 (R.: cf. 9bc)

“El Señor anuncia la paz a su pueblo.”

Voy a escuchar lo que dice el Señor: «Dios anuncia la paz a su pueblo y a sus amigos». La salvación está cerca de los que lo temen, y la gloria habitará en nuestra tierra.

La misericordia y la fidelidad se encuentran, la justicia y la paz se besan; la fidelidad brota de la tierra, y la justicia mira desde el cielo.

El Señor nos dará la lluvia, y nuestra tierra dará su fruto. La justicia marchará ante él, y sus pasos señalarán el camino.

Lectura del Santo Evangelio según san Lucas 12, 35-38. Bienaventurados los criados a quienes el señor, al llegar, los encuentre en vela.

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

«Tened ceñida vuestra cintura y encendidas las lámparas. Vosotros estad como los hombres que aguardan a que su señor vuelva de la boda, para abrirle apenas venga y llame.

Bienaventurados aquellos criados a quienes el señor, al llegar, los encuentre en vela; en verdad os digo que se ceñirá, los hará sentar a la mesa y, acercándose, les irá sirviendo.

Y, si llega a la segunda vigilia o a la tercera y los encuentra así, bienaventurados ellos».

Hoy las lecturas nos invitan a reflexionar sobre dos temas esenciales en nuestra vida cristiana: la unidad como pueblo de Dios y la vigilancia ante la constante venida del Señor a nuestras vidas.

San Pablo, en su carta a los Efesios, nos recuerda algo fundamental: Jesús, con su sacrificio al habernos salvado, ha derribado los muros que nos separaban y ha hecho de todos nosotros un solo pueblo. Pablo hablaba en su tiempo de la separación entre judíos y paganos, pero sus palabras resuenan también hoy en nuestras vidas. Jesús no vino solo a derribar barreras antiguas, sino también las que hoy, consciente o inconscientemente, seguimos levantando entre nosotros. San Pablo también se dirige a nosotros de hoy, a la comunión de todos los creyentes en un solo pueblo, en una sola familia. Debemos hacer sentir a todos los que vienen a la Iglesia que son ciudadanos e hijos de Dios.

Hoy no se trata de judíos o paganos, sino de diferentes formas de división que a veces surgen entre los cristianos: entre aquellos que llevan toda una vida en la fe y los que se acaban de incorporar, los nuevos conversos; entre los autóctonos de nuestras parroquias y los inmigrantes que llegan buscando acogida; entre aquellos que conocemos bien los ritos y costumbres de la Iglesia y aquellos que, quizá por desconocimiento, se sienten un poco perdidos. La pregunta que debemos hacernos es: ¿cómo estamos acogiendo a esos hermanos? ¿nos creemos superiores o tenemos un corazón capaz de comprender sus costumbres? ¿practicamos el ecumenismo? ¿acogemos a los “alejados”, a los emigrantes, a los turistas? ¿les facilitamos que se sientan en su casa?

Qué hermosa la consigna y la promesa de Pablo: “paz a vosotros los de lejos, paz también a los de cerca”, porque en Cristo ya no hay distinción. Todos somos ciudadanos del mismo pueblo, hijos del mismo Padre. Por tanto, la misión de la Iglesia es clara: hacer sentir a cada persona que se acerca a nuestras comunidades como en su casa. Si alguien llega a nuestra parroquia, ya sea inmigrante, turista, o un cristiano que ha estado alejado por mucho tiempo, ¿les facilitamos sentir esa pertenencia? ¿les acogemos como hermanos o ponemos barreras invisibles de superioridad?

El reto que Pablo nos deja es claro: debemos practicar la hospitalidad y el ecumenismo en su sentido más profundo, acogiendo a los alejados, a los nuevos conversos y a todos aquellos que buscan el rostro de Dios, sin juzgar, sino con un corazón abierto.

En el Evangelio de hoy, Jesús nos invita a estar vigilantes, a no adormilarnos en nuestra vida espiritual. En tiempos de la primera comunidad cristiana, creían que la venida final del Señor era inminente. Nosotros, sin embargo, hemos perdido esa preocupación, pero sigue válida la invitación Jesús: tanto para el momento de nuestra propia muerte, que nadie puede saber cuándo llegará, como para la venida cotidiana del Señor a nuestras vidas.

Jesús sigue viniendo a nuestras vidas cada día, en cada palabra de la Escritura, en cada sacramento y en cada persona que nos encontramos. Si permanecemos vigilantes, podremos descubrir su presencia en los acontecimientos cotidianos. Pero si nos dejamos llevar por la rutina o la indiferencia, si estamos adormilados, corremos el riesgo de no darnos cuenta de que el Señor está ya entre nosotros.

El Señor nos llama a estar atentos, con un corazón dispuesto, porque cuando nos mantenemos despiertos espiritualmente, nos damos cuenta de nuestras caídas, de nuestra fragilidad. Y es en esa humildad donde nace la necesidad de la oración, porque sabemos que por nosotros mismos no podemos vencer las dificultades, pero con Dios todo es posible.

Como nos recuerda el Salmo de hoy: “El Señor anuncia la paz a su pueblo, a sus amigos”. Esa paz es un don que debemos pedir, pero también un compromiso que debemos vivir. La oración es el medio que nos sostiene, que nos da la luz y la fuerza para estar vigilantes y para ser capaces de acoger a todos, para ser esa Iglesia que refleja el amor y la paz de Cristo.

 

Así que, hermanos, vivamos esta llamada a la unidad y a la vigilancia. Seamos testigos de ese amor que Cristo ha derramado sobre nosotros, haciéndonos sentir a todos que somos parte de esta gran familia que es la Iglesia. Y mantengamos siempre despierto nuestro espíritu para no perder la ocasión de reconocer al Señor que viene a nosotros cada día, en las pequeñas y grandes cosas.

Todos estamos llamados a formar una sola familia en la Iglesia, sin distinciones ni exclusiones. Cristo fundó una Iglesia, la suya, y quiso que fuera una, santa, católica y apostólica. No hay más que un solo Dios, una sola fe, un solo bautismo. No somos nosotros los que hemos hecho esta Iglesia: es Él. Por eso, no podemos destruirla ni dividirla. En Cristo, ya no hay diferencias insalvables, todos somos uno.

Debemos estar siempre atentos a la presencia de Dios en nuestra vida cotidiana. Ser almas de criterio, y vigilantes en nuestra oración. Porque puede suceder que Dios nos esté pidiendo más… y nosotros, contentos con lo que hacemos, no nos percatemos. Dios se nos manifiesta en lo ordinario, debemos estar despiertos para reconocerlo y responder a su amor.

Que el Señor nos conceda la gracia de ser una comunidad acogedora y un corazón siempre atento a su presencia.

Queridos hermanos, al acercarnos hoy al altar para recibir la Eucaristía, recordemos que este sacramento es la manifestación más profunda de nuestra unidad en Cristo. En la Eucaristía, Jesús nos une a todos en su Cuerpo y en su Sangre, derribando cualquier barrera que pueda separarnos.

Que la Eucaristía que hoy vamos a recibir nos inspire a ser siempre más acogedores, más vigilantes y más conscientes de nuestra misión de vivir como una sola familia en Cristo.

Deja una respuesta