Festividad de Santos Simón y Judas, apóstoles (28 de octubre)
Primera lectura Efesios 2, 19-22. Estáis edificados sobre el cimiento de los apóstoles.
Hermanos:
Ya no sois extranjeros ni forasteros, sino conciudadanos de los santos, y miembros de la familia de Dios.
Estáis edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, y el mismo Cristo Jesús es la piedra angular. Por él todo el edificio queda ensamblado, y se va levantando hasta formar un templo consagrado al Señor. Por él también vosotros entráis con ellos en la construcción, para ser morada de Dios, por el Espíritu.
Salmo responsorial Salmo 18, 2-3. 4-5b (R.: 5a)
“A toda la tierra alcanza su pregón.”
El cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos: el día al día le pasa el mensaje, la noche a la noche se lo susurra.
Sin que hablen, sin que pronuncien, sin que resuene su voz, a toda la tierra alcanza su pregón y hasta los límites del orbe su lenguaje.
Lectura del Santo Evangelio según san Lucas 6, 12-19. Escogió de entre ellos a doce, a los que también nombró apóstoles.
En aquellos días, Jesús salió al monte a orar y pasó la noche orando a Dios.
Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos, escogió de entre ellos a doce, a los que también nombró apóstoles: Simón, al que puso de nombre Pedro, y Andrés, su hermano; Santiago, Juan, Felipe, Bartolomé, Mateo, Tomás, Santiago el de Alfeo, Simón, llamado el Zelote; Judas el de Santiago y Judas Iscariote, que fue el traidor.
Después de bajar con ellos, se paró en una llanura con un grupo grande de discípulos y una gran muchedumbre del pueblo, procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón.
Venían a oírlo y a que los curara de sus enfermedades; los atormentados por espíritus inmundos quedaban curados, y toda la gente trataba de tocarlo, porque salía de él una fuerza que los curaba a todos.
Hoy celebramos la festividad de los santos apóstoles Simón y Judas, y las lecturas de hoy nos invitan a reflexionar sobre el papel tan fundamental que jugaron los apóstoles en la historia de nuestra fe.
Simón y Judas fueron dos de aquellos doce hombres que, siendo de origen sencillo y sin grandes conocimientos, siendo gente del pueblo, sin formación especial ni influencia social, fueron llamados por Jesús para cambiar la historia. Eran hombres comunes, con vidas humildes, probablemente muchos de ellos no sabían leer ni escribir, pero eso no fue impedimento para que Jesús los eligiera, porque él vio en ellos que sus corazones estaban dispuestos y abiertos a la llamada de Dios.
Y esta es, precisamente, una de las grandes lecciones que hoy el Señor nos quiere dar: que la verdadera capacidad de servir a Dios no proviene de la riqueza, el estatus social o la educación, sino de la fe y de la disposición a entregarse por completo a su misión.
Jesús los llamó para que fueran los pilares sobre los cuales construiría la gran misión de proclamar la llegada del Reino de Dios y la salvación a través de su muerte y resurrección.
El Evangelio de hoy nos recuerda cómo Jesús, antes de elegirlos, pasó la noche entera orando en la montaña. No fue una decisión tomada a la ligera. En ese acto de oración, Jesús buscaba en el Padre la guía y la fortaleza necesarias para escoger a aquellos que llevarían su mensaje de amor y salvación al mundo entero. Esta elección también nos habla de la relación íntima y profunda que Cristo tenía con el Padre y de la oración como el camino que nos lleva a comprender mejor nuestra misión y a descubrir la fuerza necesaria para cumplirla.
En la lectura de la carta a los Efesios, San Pablo nos invita a recordar que, a través de Jesús, ya no somos extraños ni forasteros, sino ciudadanos del Reino de Dios. Somos parte de la familia de Dios, construidos sobre el cimiento que establecieron los apóstoles y profetas, con Cristo Jesús mismo como la piedra angular. Cada uno de nosotros está llamado a ser un “piedra viva” en este edificio espiritual que es la Iglesia, uniendo nuestras vidas a la misión de Cristo. De este modo, Dios continúa su obra a través de nosotros como lo hizo con los apóstoles.
Dios pudo haberse manifestado de muchas maneras, pero eligió la vía humilde de hacerse hombre en Jesús. Así se mostró cercano, humilde y entregado, con un amor que llegó hasta la cruz, donde derramó su propia sangre por nosotros. A través de Jesús, conocemos un Dios que ama hasta lo imposible, que se sacrifica sin reservas por cada uno de nosotros, pecadores y limitados. A través de Él, el plan de Dios nos es revelado de una manera que va más allá de lo que el hombre solo podría haber comprendido.
Los apóstoles convivieron con Jesús durante tres años y vieron este ejemplo de amor y de sacrificio, y aun así, no comprendieron por completo el plan de Dios hasta después de la resurrección de Jesús y especialmente el día de Pentecostés. No fue hasta que recibieron el Espíritu Santo que sus ojos se abrieron y comprendieron realmente el profundo sentido de su misión. Fue entonces cuando su corazón ardió con el amor y la valentía necesarios para salir y predicar. Pasaron de la confusión y el miedo a ser valientes testigos de Jesús, capaces de recorrer el mundo, predicando, formando comunidades, y llevando esperanza a quienes aún vivían sin conocer el amor y la misericordia de Dios.
Esto nos da esperanza a nosotros, que también somos frágiles y, muchas veces, incompletos en nuestra fe. Dios, a través del Espíritu Santo, nos ilumina y nos fortalece cuando nos abrimos a Él, cuando oramos y nos ponemos a su disposición. Nuestra fe no tiene que ser perfecta para ser efectiva, basta con que sea sincera y dispuesta.
Lo admirable de los apóstoles es también su anonimato. Exceptuando algunos de ellos, sabemos poco de sus vidas, de sus recorridos o de sus logros individuales. Y esa misma falta de protagonismo refleja su gran humildad y su total entrega a la causa de Jesús. No necesitaban reconocimiento ni fama. Ellos sabían que el verdadero protagonista era Cristo, y que su misión era simplemente hacerle visible al mundo. No buscaban gloria personal; su fe y amor a Dios eran su motivación. Fueron instrumentos, nada más y nada menos, del poder de Dios en la historia. En ellos vemos reflejada la entrega total, una entrega que no busca el reconocimiento ni la fama, sino el cumplimiento de la voluntad de Dios.
Hoy, hermanos, la invitación es clara: Dios se vale también de cada uno de nosotros, de ti y de mí. Nos llama, como llamó a esos doce hombres hace más de dos mil años, para que seamos sus testigos en el mundo actual. Como bien nos recuerda la carta a los Efesios, ya no somos extraños ni extranjeros, sino ciudadanos del Reino de Dios, piedras vivas de este edificio espiritual que es la Iglesia. Estamos llamados a construir una Iglesia que no solo mire hacia adentro, sino que salga a las periferias, que lleve el mensaje de salvación, de amor y de esperanza a aquellos que todavía no conocen el plan de Dios.
Así pues, nosotros también estamos llamados a ser testigos del amor de Cristo en nuestra vida diaria, sin miedo ni vergüenza, recordando siempre que Dios nos necesita aquí y ahora. Quizás nuestra misión no sea ir a tierras lejanas o sufrir martirio, pero sí podemos ser luz en nuestra familia, con nuestros amigos, en el trabajo y en nuestras comunidades. Jesús nos necesita, al igual que necesitó a Simón y a Judas, para ser sembradores de fe, esperanza y amor, para llevar su mensaje a aquellos que hoy más lo necesitan, aquellos que buscan un propósito, paz y sentido en sus vidas.
Es un reto que exige valentía. No se trata de ser perfectos, ni de saberlo todo; basta con estar dispuestos, con tener el corazón abierto a dejar que sea Dios quien hable a través de nosotros. Los apóstoles, con sus limitaciones, transformaron el mundo; nosotros, a través de nuestra vida diaria, en nuestra familia, en el trabajo, con los amigos, estamos llamados a hacer lo mismo, a ser pequeños misioneros, llevando el amor de Dios a donde más se necesita.
Pidámosle hoy al Señor, por intercesión de Simón y Judas, la valentía y el amor necesario para vivir como verdaderos apóstoles en el mundo moderno. Que no nos falte el coraje, que no nos falte la fe, y que no nos falte el amor para proclamar que Cristo ha muerto y ha resucitado por nosotros.
Pidámosle también que seamos capaces de poner nuestras vidas a su servicio y confiar en que Él, como hizo con aquellos primeros apóstoles, nos guiará en cada paso de nuestra misión.