Introducción a los libros poéticos y sapienciales (1 de 3)


Los libros poéticos son los Salmos y Cantar de los Cantares, y los libros sapienciales son Job, Proverbios, Eclesiastés (Qohélet), Eclesiástico (Sirácide) y Sabiduría. El rasgo más destacado en estos libros es su lenguaje poético.

Al leer los libros poéticos y sapienciales se ve su conexión con la tradición anterior, al mismo tiempo que se perciben aspectos propios que reflejan el progreso de la Revelación divina. En conjunto están estrechamente relacionados con la Ley de Moisés.

El progreso de la Revelación en el Antiguo Testamento se percibe a través de las narraciones de las acciones salvadoras de Dios en favor de su pueblo (el Pentateuco y los libros históricos) y en los sucesivos mensajes y oráculos que los profetas, inspirados y en nombre de Dios, dirigen al pueblo.

Pero ese progreso se observa también a través de los esfuerzos de la razón humana que, guiada por el mismo Dios, va profundizando en el misterio divino, y en el ser y la situación del hombre que busca a Dios y lo percibe en la creación y en la historia.

Los sabios se plantean cuestiones que no siempre encuentran respuestas inmediatas, pero, mediante lo que ellos reflexionan, Dios hace que el hombre sea estimulado en la búsqueda de la verdad, que en definitiva es Él mismo. El esfuerzo de la razón y el hecho de que ésta sea guiada por la fe se descubren en el desarrollo de la sabiduría bíblica, tal como se percibe a través de las distintas etapas reflejadas en los libros sapienciales.

Los libros sapienciales representan la interiorización en el hombre de la Ley divina, cuya bondad es descubierta mediante la razón y la experiencia humanas, y cuyo conocimiento y práctica hace sabio al hombre. De ahí que lo que la Ley prescribe en forma de mandamientos, en los libros sapienciales se proponga en forma de sabios consejos mostrando las consecuencias de seguirlos o no. Al conocimiento de Dios y de su Ley se llega también escuchando la tradición de los sabios.

Job

El libro de Job toma su nombre del protagonista, un hombre íntegro, natural de Us, ciudad situada al sur de Edom, que sufre reveses inimaginables en sus posesiones, en su familia y en su propia salud. En esta situación lamentable intercambia sus opiniones y sinsabores con tres amigos que intentan darle lecciones de sabiduría y de recto proceder.

Después de sus intervenciones recibe del mismo Dios unas palabras que le hacen recapacitar. Finalmente es reconocido como hombre justo, y recompensado con una nueva familia y con unos bienes más numerosos que los antiguos. Tras una larga vida de bienestar muere con el reconocimiento y honor que caracteriza a los antiguos patriarcas.

En su estructura pueden apreciarse partes bien diferenciadas, tanto por la forma literaria que presentan como por la doctrina que contienen:

  • Prólogo en prosa (1,1-2,13)
  • Lamentación de Job (3,1-26)
  • Diálogo de Job con sus amigos (4,1-27,23)
  • Elogio de la sabiduría (28,1-28)
  • Lamentación de Job (29,1-31,40)
  • Intervención de Elihú (32,1-37,24)
  • Discursos del Señor (38,1-42,6)
  • Epílogo en prosa (42,7-17).

El mensaje del libro de Job no es uno solo, aborda cuestiones sobre la sabiduría y la justicia de Dios, sobre la actitud del hombre ante el dolor y sobre la relación del hombre con Dios.

  • Los temas acerca de Dios son los más acuciantes. El libro de Job plantea cómo compaginar la sabiduría divina en la creación y su justicia en la distribución de bienes. Cómo explicar el sentido del sufrimiento de un inocente, cómo entender la justicia de Dios que permite el dolor y la desgracia del inocente.
  • Se enseña también la actitud que debe adoptar el hombre ante su propio sufrimiento, al comprenderse a sí mismo ante la grandeza de Dios creador. En el libro de Job no está en juego tan sólo su integridad moral o su fe, más bien es una explicación de que ninguna criatura, y menos el ser humano, es ajena al Señor. De Dios depende su riqueza o su pobreza, su salud o su desgracia, la compañía de los amigos o su soledad. En todas estas circunstancias Dios cuenta con el hombre. El hombre es una criatura privilegiada, capaz de admirar las cualidades y la finalidad de todos los seres creados, y también de descubrir que su propia existencia, con las circunstancias concretas, es parte del proyecto divino.
  • La relación del hombre con Dios es, sin duda, la enseñanza más clara. Job, a lo largo de la disputa con los amigos, invoca una y otra vez la presencia de Dios como árbitro de su situación. Job reconoce haber hablado a la ligera y decide enmudecer. El hombre, en definitiva, puede intercambiar ideas con los demás hombres, sus iguales, pero también puede comunicarse con Dios; no llegará a resolver todas sus dudas ni descubrirá la solución a todos sus problemas, pero encontrará la acogida y comprensión en Aquel que todo lo sabe y todo lo puede.

En el libro de Job se encuentra la respuesta más luminosa del Antiguo Testamento al sentido del dolor. Pero únicamente en el Nuevo Testamento, a la luz del sufrimiento vicario de Cristo, se entenderá que la justicia divina no sólo no queda empañada en el dolor humano, sino que resplandece en plenitud, al poner de manifiesto los bienes que se derivan del sufrimiento.

“«para percibir la verdadera respuesta al “porqué” del sufrimiento, tenemos que volver nuestra mirada a la revelación del amor divino, fuente última del sentido de todo lo existente (…) Cristo nos hace entrar en el misterio y nos hace descubrir el “porqué” del sufrimiento, en cuanto que somos capaces de comprender la sublimidad del amor divino. Para hallar el sentido profundo del sufrimiento, siguiendo la Palabra revelada de Dios, hay que abrirse ampliamente al sujeto humano en sus múltiples potencialidades, sobre todo, hay que acoger la luz de la Revelación, no sólo en cuanto expresa el orden trascendente de la justicia, sino en cuanto ilumina este orden con el Amor como fuente definitiva de todo lo que existe. El amor es también la fuente más plena de la respuesta a la pregunta sobre el sentido del sufrimiento. Esta pregunta ha sido dada por Dios al hombre en la Cruz de Jesucristo»” (Juan Pablo II, Salvifici doloris, n. 13).

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