Juan 1,1-18 – Evangelio comentado por los Padres de la Iglesia
“En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba en el principio junto a Dios. Por medio de él se hizo todo, y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho. En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. Y la luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no lo recibió. Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: este venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. No era él la luz, sino el que daba testimonio de la luz. El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo. En el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de él, y el mundo no lo conoció. Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron. Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre. Estos no han nacido de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de varón, sino que han nacido de Dios. Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de él y grita diciendo: «Este es de quien dije: El que viene detrás de mí se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo». Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia. Porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad nos han llegado por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.” (Jn 1, 1-18)
Sagrada Biblia, Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española (2012)
San Juan Crisóstomo, in Ioannem
1. Mientras los demás evangelistas empiezan por la Encarnación, San Juan, yendo más allá de la concepción, del nacimiento, de la educación y del desarrollo de Jesús, nos habla de su eterna generación, diciendo: «En el principio era el Verbo».
Si alguno dijere que se nos habla ahora del Hijo sin hacer mención del Padre, diremos que el Padre era conocido de todos, si no como Padre, como Dios. Pero el Unigénito era desconocido; por tanto, quiso con razón darle a conocer desde luego a los que le desconocían. Pero ni aun por esto puede decirse que se guarda silencio respecto del Padre cuando se trata del Hijo. Por esto le llamó Verbo, porque había de enseñar que el Verbo era el Hijo Unigénito de Dios, y para que no se crea que su generación había sido acompañada de sufrimientos, previene esta duda por el nombre del Verbo, manifestando que el Hijo procede de Dios de una manera impasible. La segunda razón de esto es que debía anunciarnos todas las cosas que conciernen al Padre, por lo cual no le llamó sencillamente Verbo, sino añadió el artículo el, distinguiéndole de los demás. Es costumbre en la Escritura llamar palabra a las leyes y preceptos de Dios, pero esta Palabra es cierta sustancia, una hipóstasis, un ente que procede del Padre mismo impasiblemente.
Véase también cuánta prudencia hay en el espíritu del Evangelista: sabían los hombres lo que es más antiguo y lo que había antes de todas las cosas, honrando y poniendo a Dios sobre todo. Por esto expresa antes de todo el principio, y dice: «En el principio era el Verbo».
Así como el que está en un buque cerca de la orilla, ve las ciudades y los puertos, y cuando llega a alta mar los pierde de vista aun cuando trate de fijarla en ellos, así el Evangelista, remontándonos más allá de donde principia toda criatura, nos deja como mirando al vacío, sin fijar límite alguno a las alturas a que nos eleva, o en que podamos fijarnos; esto es, pues, lo que significa en el principio era lo infinito del tiempo y del ser.
Pero se dice que el ser en el principio no indica simplemente la eternidad, porque así se dice también del cielo y de la tierra. Dice el Génesis: «En el principio hizo Dios el cielo y la tierra» (Gén 1,1); mas ¿en qué se parecen, «era» e «hizo»? Así como la palabra «es», cuando se trata del hombre se refiere a la vida presente, y a la eternidad cuando se trata de Dios, así la palabra «era», cuando se habla de nuestra naturaleza significa el tiempo pasado, y la eternidad cuando se habla de Dios.
Como es principalmente propio de Dios el ser eterno y sin principio, dijo esto al comenzar. Y después, para que oyendo que «en el principio era el Verbo», no se dedujese que el Verbo era ingénito, dice en seguida para combatir este error: «Y el Verbo era con Dios».
No dijo estaba en Dios, sino con Dios; manifestándonos que poseía la eternidad como persona.
Y no como Platón, que dice que es una inteligencia cualquiera, o ya el alma verdadera del mundo; porque esto dista mucho de la naturaleza divina. Pero se dice: el Padre es llamado Dios con la adición del artículo («el»); pero el Hijo, sin artículo. ¿Qué es lo que dice, pues, el Apóstol, » del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo» (Tit 2,13)? Y en otro lugar: «Quien es Dios sobre todas las cosas» (Rom 9,5). Y escribiendo a los Romanos dice: «La gracia y la paz os han venido de Dios nuestro Padre» (Rom 1,7), sin añadir el artículo [1]. Pero era superfluo ponerle aquí, después de haberlo añadido constantemente más arriba. Así que aun cuando el artículo no haya sido añadido a la palabra Hijo, no por eso el Hijo es menos que Dios Padre.
2.Y para que al oír «En el principio era el Verbo» siendo eterno, no se crea que la vida del Padre fue anterior en algún espacio de tiempo a la del Hijo, añadió: «Este era en el principio con Dios», porque nunca estuvo separado de El, sino que Dios siempre estuvo con Dios. Y más adelante, para que las palabras «El Verbo era Dios» no hagan creer que era menor la divinidad del Hijo, añade en seguida la eternidad como atributo de la divinidad, cuando dice: «Este era en el principio con Dios». Y lo que ha hecho, cuando añade: «Todas las cosas fueron hechas por El».
3. Moisés, empezando la escritura del Antiguo Testamento, nos habla de las cosas sensibles, y enumera éstas con profusión; dice, pues: «En el principio hizo Dios el cielo y la tierra» (Gén 1,1). Y nos manifiesta a continuación que se hizo la luz, y el firmamento, toda clase de astros y todo género de animales. Pero el Evangelista, abreviando, comprende todo esto en una sola palabra, como ya conocido por los oyentes, elevándose a cosas más altas y tratando en su libro, no de las criaturas, sino de su Creador.
Pero si te confunde la preposición «por», y buscas en la Escritura que el mismo Verbo hizo todas las cosas, veamos lo que dice David: «Señor, en el principio tú creaste la tierra, y los cielos son obras de tus manos» (Sal 101,26). Que dijo esto refiriéndose al Unigénito, puede comprenderse por las palabras del Apóstol, en su carta a los hebreos (Heb 1,10), cuando les habla del Hijo. Y si se dice que el profeta se refería con estas palabras al Padre, y que San Pablo las refirió al Hijo, aparece la misma dificultad. Porque no hubiera dicho que convenían al Hijo, si no hubiese creído con toda evidencia que todas las cosas que son de dignidad honran lo mismo al Padre que al Hijo. Y si además se cree enunciar alguna sujeción por dicha preposición, ¿por qué San Pablo la pone hablando del Padre? Dijo: «Fiel es el Señor, por quien hemos sido llamados a unirnos con su Hijo» (1Cor 1,9). Y en otro lugar: «Pablo, apóstol, por voluntad de Dios» (2Cor 1,1).
Y para que no se crea que cuando dice: «Todas las cosas fueron hechas por El», se refiere sólo a aquéllas de que habla Moisés, añade oportunamente: «Y nada ha sido hecho sin El», ya sea lo visible o ya lo inteligible. O de otro modo, para que por las palabras «todas las cosas han sido hechas por El», no se entiendan los signos (esto es, milagros) referidos por los demás evangelistas, dice: «Y nada ha sido hecho sin El».
4. No pongamos punto final donde dice: «Y nada se hizo sin El», según entienden los herejes [2]. Porque aquéllos, como quieren probar que el Espíritu Santo ha sido creado, dicen: «Lo que ha sido hecho en El, era vida». Pero esto no puede entenderse en tal sentido, porque no era aún el momento de hablar aquí del Espíritu Santo. Pero dejémoslos hablar del Espíritu Santo, y pasemos por su interpretación, con lo cual veremos el inconveniente que resulta. Cuando se dice, pues, «Lo que ha sido hecho en El, era vida», dicen que el Espíritu Santo se llama vida. Pero se ve luego que esta vida es la luz, porque añade: «Y la vida era la luz de los hombres», lo que interpretan los herejes diciendo que el Espíritu Santo es la luz de todos. Lo que llama antes Verbo, aquí, como consecuencia, le llama Dios, vida y luz. Pero el Verbo se hizo carne; se habrá, pues, encarnado el Espíritu Santo y no el Hijo. Por tanto, renunciemos a esta interpretación de la lectura, y hagamos una lección y exposición conveniente. Después de las palabras: «Todas las cosas han sido hechas por El, y sin El nada se ha hecho de lo que ha sido hecho», debe suspenderse el sentido hasta las siguientes: «En El estaba la vida», como si dijese: «Sin El nada se ha hecho de lo que ha sido hecho», esto es, de las cosas factibles. Y véase cómo con esta adición sencilla se corrige todos los inconvenientes que pudieran ocurrir. Añadiendo a las palabras «sin El nada se ha hecho», estas otras «de lo que ha sido hecho» comprende a todos los seres inteligentes, y exceptúa al Espíritu Santo. Porque el Espíritu Santo no existía en el Verbo como habiendo de ser hecho. Mas estas cosas de que hemos hablado las dijo San Juan respecto de la condición de las cosas, e introduce lo siguiente sobre la providencia, diciendo: «En El estaba la vida». Del mismo modo, pues, que del manantial que engendra los mares, o de una profundísima fuente no se puede agotar el agua por mucho que se beba, así, por lo que respecta al Unigénito, todo lo que se considere hecho por El no le hace menor en nada, porque este nombre de vida no se refiere aquí solo a la naturaleza de las cosas, sino también a su cuidado y conservación. Y cuando oímos que en El estaba la vida, no debemos considerarle compuesto. Porque así como el Padre tiene la vida en sí mismo, concedió al Hijo que la tuviera (Jn 5,26), por lo tanto, así como no podemos decir que el Padre es compuesto, tampoco el Hijo.
5. Las palabras: «Y la vida era la luz de los hombres», nos han enseñado de qué condición somos nosotros; después dice qué beneficios nos ha concedido el Verbo en su venida, respecto del alma. Por esto dice: «Y la vida era la luz de los hombres». No dice: la luz de los judíos, sino en general de los hombres; porque no sólo los judíos, sino también los gentiles han llegado a este conocimiento. Y no añadió: Y de los ángeles, porque hablaba sólo de la humanidad, a la cual el Verbo ha venido anunciando buenas nuevas.
La palabra vida en este caso, no se refiere a aquella que hemos recibido por la creación, sino a aquella perpetua e inmortal, que se nos prepara por la providencia de Dios. A la llegada de esta vida queda destruido el imperio de la muerte y, brillando para nosotros una luz esplendorosa, no volveremos a ver las tinieblas. Porque esta vida subsistirá siempre, no pudiendo vencerla la muerte ni obscurecerla las tinieblas. Por lo que sigue: «Y la luz brilla en las tinieblas». Llama tinieblas a la muerte y al error, porque la luz sensible no brilla en las tinieblas, sino sin ellas. Pero la predicación de Jesucristo brilló en medio del error reinante y le hizo desaparecer, y Jesucristo muerto cambió la muerte en vida, venciéndola de modo que redimió a los que eran sus cautivos. Y como ni la muerte ni el error vencieron a esta predicación que brilla por todas partes y con su propia fuerza, añade: «Mas las tinieblas no la comprendieron».
6-8. No creas que hay algo humano en aquello que es dicho por él, porque no dice lo que es de él, sino lo que es de parte del que lo envía. Por esto es llamado ángel por el profeta, cuando dice: «Yo envío a mi ángel» (Mal 3,1). Es propiedad del ángel no decir cosa alguna de sí mismo. Cuando dice: «Fue enviado», no se refiere a su ser, sino al ministerio que traía. Y así como Isaías fue enviado desde el mundo, y fue hacia el pueblo luego que vio al Señor sentado sobre un solio elevado y excelso, así San Juan fue enviado desde el desierto para bautizar. Por esto dice: «El que me envió a bautizar me dijo: Sobre aquél que veas, etc.».
No porque necesitase testimonio de la luz, sino para dar razón de su venida, nos enseña Juan diciendo: «Para que creyesen todos por él». Así como se hizo carne para que no se perdiesen todos los hombres, así envió delante un mensajero para que oyendo una voz que conociesen, acudiesen con mayor facilidad.
Como entre nosotros es mayor el que da testimonio que aquél de quien lo da, y más digno de ser creído, para que nadie sospechase esto de San Juan, dice: «No era él la luz, sino que dio testimonio de la luz».
Pero si no repitió con intención las palabras «para dar testimonio de la luz», sería inútil lo que dice, y más bien repetición de la palabra que explicación de doctrina.
9. Como el Evangelista había dicho antes acerca de San Juan, que vino y fue enviado para dar testimonio de la luz, con el fin de que quien oiga esto no crea que se habla como más arriba del que da testimonio; y para que no quede sospecha alguna acerca de aquello de que da testimonio, se recoge sobre sí mismo y se eleva hacia la existencia que está sobre todo principio diciendo: «Era la luz verdadera».
¿Y en dónde se encuentran los que no confiesan a Jesús verdadero Dios?, dado que El es llamado verdadera luz. Pero si ilumina a todo hombre que viene a este mundo, ¿cómo es que tantos existen sin participar de esta luz? Porque no todos han conocido el modo de adorar a Jesucristo. Ilumina, pues, a todos en cuanto de El depende. Pero si algunos, cerrando los ojos de su inteligencia, no quisieron recibir los rayos de su luz, no puede decirse que ellos viven en tinieblas por la naturaleza de la luz, sino por su propia malicia, queriendo privarse a sí mismos del don de la gracia. La gracia se difunde sobre todos y los que no quieren disfrutar de esta gracia deben imputarse a sí mismos su propia ceguera.
10. Y además, como estaba en el mundo pero no era contemporáneo del mundo, añadió: «Y el mundo fue hecho por El». Y de aquí nos conduce de nuevo a la eterna existencia del Unigénito, porque aquél de quien se diga que todo es obra suya, aun cuando careciese de sentido, se vería obligado a confesar que antes de la obra ha existido el autor.
Los que eran amigos de Dios le conocieron antes de su presencia corporal (o sea de su venida al mundo). Por eso Jesucristo dice: «Abraham, vuestro padre, saltó de gozo pensando en si vería mi día» (Jn 8,56). Cuando, pues, nos interpelan los gentiles diciendo: «¿cómo es que en los últimos días vino a concedernos la salvación habiéndonos descuidado por tanto tiempo?», decimos que antes de esto ya existía en el mundo, y proveía a sus obras, siendo conocido de todos los que eran dignos. Y aun cuando el mundo no le conoció, le conocieron todos aquellos de quienes el mundo no era digno. Y diciendo: «Y no le conoció el mundo» expresa brevemente la causa de su ignorancia. Porque llama mundo a los hombres que se aficionan sólo a él y que saben lo que es del mundo. Y nada perturba tanto la inteligencia como el deleitarse en el afecto de las cosas presentes.
11-13. Dice que el mundo no le conoció, hablando de tiempos anteriores. Pero en cuanto a lo demás, lo refirió al tiempo de su predicación, y por esto dice: «A lo suyo vino».
Luego vino a lo suyo, no porque tuviera necesidad de ello, sino por colmar a los suyos de beneficios. ¿Pero de dónde viene el que todo lo llena y en todas partes se encuentra? Todas las cosas las ha hecho por su misericordia. Aún cuando estaba en el mundo, no se creía que estaba porque no se le conocía; por esto se dignó tomar nuestra carne. Llama presencia (o venida) a esta manifestación y condescendencia. Dios, siendo misericordioso, hace todas las cosas para que nosotros brillemos según nuestra virtud. Y por esto en realidad no trae hacia sí a ninguno por violencia ni por necesidad, sino a los que quieren venir por la persuasión y por los beneficios. Y, por tanto, al venir el Señor, unos le aceptaron, pero otros no le recibieron. Pues el Señor no quiere que nadie le sirva obligado o forzado, porque el traer a uno por la fuerza es lo mismo que no servir. Por esto sigue: «Y los suyos no le recibieron».
El mismo llama ahora suyos a los judíos, como pueblo escogido. Pero llama a todos los hombres, porque todos han sido hechos por El. Como antes decía, avergonzándose por la naturaleza humana, que con el mundo hecho por El no había reconocido a su autor por quien había sido hecho, así ahora se indigna otra vez por la ingratitud de los judíos, y los reprende diciendo: «Y los suyos no le recibieron».
Ya sean siervos, ya libres, ya griegos, ya bárbaros, ya necios, ya sabios, ya mujeres, ya hombres, ya niños, ya ancianos, todos son dignos del mismo honor. Por lo que dice: «Les dio potestad de ser hechos hijos de Dios».
Y no dijo que los obligó a hacerse hijos de Dios, sino que les dio poder de ser hechos hijos de Dios, manifestando que se necesita de mucho cuidado para que conservemos siempre la imagen de la adopción, que se ha impreso y formado en nosotros por el bautismo. Además nos manifiesta así que a ninguno de nosotros podrá arrebatársele esta gracia, si nosotros no nos privamos de ella. Por tanto, si los que reciben de los hombres el dominio de algunas cosas poseen el dominio de ellas casi tanto como los que se las conceden, mucho más nosotros, que recibimos de Dios esta gracia. También quiere dar a entender que esta gracia se concede a los que la quieren y la buscan. Porque depende del libre albedrío y de la obra de la gracia que los hombres se hagan hijos de Dios.
Y como en estos mismos bienes inefables es propio de Dios dar la gracia y del hombre prestar su fe, añade: «A los que creen en su nombre». Y ¿por qué no nos dices a nosotros ¡oh Juan! qué castigo tendrán aquellos que no le recibieron? ¿Acaso será mayor para ellos por haber podido hacerse hijos de Dios y haberse privado voluntariamente a sí mismos de tan grande honor? Un fuego inextinguible se apoderará de ellos, como más adelante dice claramente.
Todo esto lo refiere el Evangelista, para que, conociendo la utilidad y la humildad del primer parto (que sucede según la sangre y la voluntad de la carne), y la elevación del segundo (que consiste en la gracia y la nobleza), formemos una idea grande y digna de la gracia que nos ha dado el que nos engendró y para que demostremos siempre un gran celo.
14. Y habiendo dicho que han nacido de Dios los que le reciben, expuso la causa de este honor, a saber: Que el Verbo se había hecho carne. El verdadero Hijo de Dios se ha hecho Hijo del hombre, para poder hacer a los hijos de los hombres hijos de Dios. Y cuando oigas que el Verbo se ha hecho carne no te turbes, porque no convierte su esencia en carne (pensar esto sería verdaderamente impío) sino que permanece tal y como es, aunque toma la forma de siervo. Como hay algunos que dicen que son fantasías todo lo que afecta a la Encarnación, para destruir esta blasfemia usó de las palabras: «Ha sido hecho», queriendo expresar no la mutación de sustancia, sino la unión a una verdadera carne. Y si dicen que Dios es omnipotente, ¿cómo puede transformarse en carne? Contestaremos diciendo que no es posible la transformación de aquella naturaleza inmutable.
Para que por aquello que se ha dicho: «Que el Verbo se ha hecho carne», no se sospeche inconvenientemente que ha habido una conversión (o mutación) de aquella naturaleza incorruptible, añade: «Y habitó entre nosotros». Lo que habita no es lo mismo que la habitación, sino una cosa diferente. Digo una cosa diferente por su naturaleza. Pero por la unión o por la conjunción, resulta una sola cosa: Dios Verbo carne, no porque se haya verificado una mezcla, ni porque haya habido destrucción de sustancias.
Habiendo dicho el Evangelista que fuimos hechos hijos de Dios, y no por otra razón más que porque el Verbo se haya hecho carne, otra vez nos habla del mismo. Cita luego una nueva gracia: «Y vimos la gloria de El», al cual no hubiésemos podido verlo sino por la unión suya con nuestra humanidad. Si la vista de Moisés no pudo resistir el ver la gloria de Dios, sino que necesitó de un velo, ¿cómo podríamos nosotros tolerar la visión de la divinidad desnuda, existiendo como inaccesible aun para las virtudes más elevadas, siendo, como somos, polvo y barro de la tierra?
Añade, pues: «Gloria como de Unigénito del Padre», porque muchos de los profetas habían sido glorificados, como Moisés, Elías, Eliseo y otros, que demostraron sus milagros. Y aun los ángeles, apareciéndose a los hombres y manifestando aquella luz brillante, propia de su naturaleza. Y aun el querubín y el serafín fueron vistos por el profeta con todo el esplendor de su gloria. El Evangelista, elevándonos sobre todas esas cosas, levanta nuestra inteligencia sobre toda otra naturaleza y sobre la claridad de nuestros consiervos hasta la cima de los bienes, como diciendo: la gloria que hemos visto no es como la del profeta o la de otro hombre, ni como la del ángel, ni la del arcángel, o la de alguna otra de las virtudes superiores, sino como la del mismo dominador, del mismo rey, del mismo natural Hijo Unigénito.
Como si dijese: hemos visto su gloria tal y como convenía y conviene que sea la gloria del Unigénito e Hijo natural de Dios. Es costumbre de muchos, cuando ven a un rey ataviado con espléndido ornato y cuando no pueden, al querer explicarlo a otros, reproducir en su mente tanta magnificencia, terminar diciendo: ¿qué más puede decirse? Iba como debe ir un rey. Pues esto mismo dice San Juan: «Hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre». Los ángeles, apareciendo como siervos y teniendo a su Señor, hacían todas las cosas; pero Jesús aparece como Señor, aunque en forma humilde. Y las creaturas le conocieron como a su Señor. La estrella guiando a los magos, los ángeles llamando a los pastores y el niño saltando en el vientre de su madre. Además el Padre da testimonio de El desde los cielos, y el Paráclito descendiendo sobre su cabeza. También la naturaleza toda gritó diciendo que había venido el Rey de los cielos, porque los demonios huían, todas las enfermedades eran curadas, los muertos abandonaban sus sepulcros, las almas pasaban del extremo de la malicia a la cumbre más alta de virtud. ¿Y quién explicará dignamente la filosofía de sus preceptos, la virtud de las leyes celestiales y el buen orden de su trato angelical?
15. O bien adujo esto como diciendo: No creáis que nosotros, que estuvimos con El mucho tiempo y que hemos comido a su mesa, decimos esto por agradecimiento. Porque San Juan, que no le había visto antes ni había habitado con El, daba testimonio de El. Muchas veces el Evangelista alega su testimonio, y lo especifica bajo todas sus fases con todo cuidado, contento con citarlo sencillamente, porque los judíos tenían a Juan en gran veneración. Los otros evangelistas refirieron los testimonios de los antiguos profetas, diciendo: «Esto ha sucedido para que se cumpla lo que dijo el Profeta» (Mt 1,22). Mas este evangelista presenta un testigo más elevado y moderno, no con el fin de apoyar la autoridad del Señor en el testimonio del siervo, haciéndole por éste digno de fe, sino acomodándose a la debilidad de los que escuchan. Del mismo modo que si no hubiese tomado la forma de siervo no hubiese podido hacerse asequible fácilmente, ni tampoco hubiera excitado la atención de sus contemporáneos sin la voz de su siervo, ni hubiesen recibido la palabra de Dios muchos de los judíos. Prosigue: «Y clama», esto es, que predica todas las cosas públicamente, con libertad, sin restricción alguna. No dijo: desde el principio éste es el Hijo Unigénito y natural de Dios, sino que exclama, diciendo: «Este era el que yo dije: el que ha de venir después de mí, ha sido engendrado antes que yo, porque primero era que yo». Así como las madres de las aves no enseñan a volar a sus polluelos inmediatamente, sino que primero los sacan del nido y después los van haciendo volar con más ligereza, así San Juan no lleva a los judíos inmediatamente a lo más alto, sino que les enseña a remontarse sobre la tierra poco a poco, diciendo que Jesucristo era mejor que él (lo cual, en verdad, no era poco por lo pronto). Y véase cómo da testimonio de El con toda sabiduría, porque no sólo demuestra a Jesucristo cuando se presenta, sino que lo predice antes de que aparezca. Lo cual da a entender en estas palabras: «Este era el que yo dije». Hizo esto para facilitar más el conocimiento de Jesucristo, porque la inteligencia de los hombres ya andaba distraída en otras cosas que se habían dicho de El; y con el fin de que no le perjudicase en nada la humildad de su vestido. Porque Jesucristo usaba un vestido humilde y común, de modo que los que hubiesen oído estas cosas de El y lo hubiesen visto después, acaso se hubiesen burlado del testimonio de San Juan.
Y no dice esto refiriéndose a la generación que había recibido el Salvador de María, porque ya había nacido cuando San Juan decía esto, sino de su venida a la predicación. Por esto dice: «Ha sido engendrado antes de mí», esto es, es más esclarecido, más digno de honor que yo. Como si dijese: no porque he venido primero a predicar, debéis creer que yo soy mayor.
Si porque se dice: «ha sido engendrado antes de mí», se entendiese que se hablaba de producción, sería superfluo lo que se dice «Porque primero era que yo». ¿Quién es tan necio que ignore que lo que ha sido hecho antes que él era anterior a él? De otro modo conviene decir, a saber: era antes que yo, porque fue hecho antes que yo. Luego cuando dice: «Ha sido engendrado antes de mí», se entiende del honor, porque lo que había de existir dice que ya ha sido hecho, siendo costumbre entre los antiguos profetas hablar de lo futuro como si ya hubiese pasado.
16-17. San Juan Evangelista confirma el testimonio del Bautista con su propio testimonio, diciendo: «Y de la plenitud de El todos hemos recibido», etc. En tal caso, no son palabras del precursor sino del discípulo, que significarían: También nosotros doce y la muchedumbre toda de los fieles, los que ahora existen y habrán de existir, participamos de la plenitud de su gracia.
Hemos recibido una gracia por otra. Esto es, una nueva a cambio de otra vieja. Así como hay una justicia y otra justicia, una adopción y otra adopción, una circuncisión y otra circuncisión; así hay una gracia y otra gracia. La primera es como la figura, la segunda es como la realidad. Dio a conocer todo esto para demostrar que los judíos se salvaban por la gracia, pero que todos nosotros también somos salvados con la gracia. Fue, por lo tanto, un acto de caridad y de gracia recibir la Ley. Por lo que cuando dijo: «Gracia por gracia», manifestó la magnitud relativa de los beneficios concedidos, añadiendo: «Porque la Ley fue dada por Moisés, mas la gracia», etc. Y más adelante, comparándose el Bautista con Jesucristo, dice: «Ha sido engendrado antes que yo». Mas el Evangelista compara también a Jesucristo con aquél que a la sazón era para los judíos objeto de mayor admiración aun que el mismo Bautista, esto es, con Moisés. Y véase su prudencia; no hace comparación de las personas, sino de las cosas, oponiendo la gracia y la verdad a la Ley. Y a esto añade: «Ha sido dada» (lo cual supone oficios de servidor); mas a este «Ha sido hecha» (lo cual es propio de un rey, que todo lo hace con propia facultad). Decimos que con gracia, porque con potestad perdonaba todos los pecados. Con verdad porque confirmaba los dones de su benignidad, ostentándose esta gracia, ora por el don de su bautismo, ya por la adopción que de nosotros hace el Espíritu, ya, finalmente, por otra multitud de cosas. Conoceremos mejor la verdad si conocemos las figuras de la Ley antigua. Todas aquellas cosas que habían de cumplirse en el Nuevo Testamento las cumplió Jesucristo con su venida, por lo cual la figura ha sido dada por Moisés y la verdad ha sido hecha por Jesucristo.
18. Puede también entenderse aquí que el Evangelista, para encomiar la gran superioridad de los dones de Cristo en relación con los dispensados por medio de Moisés, quiere patentizar la razón de tal diferencia valiéndose de otras consideraciones. Porque siendo Moisés un mero siervo, no podía desempeñar otro cargo que el de simple ministro en menores cosas. Pero Jesús, dominador e Hijo del Rey, coexistiendo eternamente con el Padre y contemplándole, nos prestó mayores servicios. Por tal razón se expresa de esta manera: «Nadie vio jamás a Dios».
Por lo tanto, si los antiguos padres vieron la naturaleza de Dios, nunca lo hubiesen contemplado de una manera diferente. Porque la esencia divina es simple y no tiene figura. No está sentado, ni está en pie, ni anda. Esta es la propiedad de los cuerpos. Por esto dice por medio del profeta: «Yo les he multiplicado la vista, y me he revestido de imágenes en las manos de los profetas» (Os 12,10), esto es, he condescendido con ellos, y he aparecido, como lo que no era. Mas el Hijo de Dios, que había de aparecérsenos en verdadera carne, quiso ejercitarlos primero en ver a Dios, en cuanto les era posible verle.
Es verdad que no sólo los profetas, ni los ángeles, ni los arcángeles, pueden ver a Dios tal y como es. Y si se les pregunta, esto es, a los ángeles, oirás que nada responden acerca de su esencia. No sólo cantan gloria a Dios en las alturas, sino también paz en la tierra a los hombres de buena voluntad (Lc 2,14). Y aun cuando se desee aprender algo por el querubín y el serafín, se oirá la melodía mística de su santa misión, esto es, un himno espiritual, en que dicen que el cielo y la tierra están llenos de su gloria.
Y puso también otra cosa diciendo: «Que está en el seno del Padre». Porque el estar en este seno ¿no es mucho más que verle sencillamente? Y el que simplemente ve no tiene conocimiento de la cosa que ve, mas el que está en el interior, nada desconoce. Y cuando se oiga, por lo tanto, que ninguno conoce al Padre más que el Hijo, no debe decirse que aunque le conoce más que todos, no le conoce en cuanto es. Porque además el Evangelista dice que El habita en el seno del Padre para que no creamos que por esto se da a conocer otra cosa que la íntima unión del Unigénito y la coeternidad con el Padre.
¿Y cómo lo refirió? Diciendo que no hay sino un solo Dios; pero esto lo dicen Moisés y los profetas. ¿Qué más, pues, aprendimos por el Hijo que existe en el seno del Padre? En primer lugar, que las cosas que han referido otros las han referido con la cooperación del Unigénito. Y además que hemos recibido un don mucho mayor por medio del Unigénito y conocido que Dios es espíritu y que los que le adoran le deben adorar en espíritu y que Dios es Padre del Unigénito.
Y esto no es exclusivamente de El, porque ninguno ha visto a Dios nunca; pero vio al Hijo, porque, como San Pablo dice (Col 1,15): «Es la imagen de Dios invisible». Aquél que es imagen de lo invisible, El también es invisible.
Notas
[1] Las dos primeras citas, referidas al Hijo, llevan en griego artículo, y no así la última, referida al Padre, contradiciéndose así la opinión mencionada acerca de la presencia del artículo para distinguir entre el Padre y el Hijo como Dios.
[2] Quienes afirman que el Espíritu Santo ha sido creado como un ser espiritual subordinado a Dios, a semejanza de los ángeles, son llamados macedonianos o pneumatómacos.
San Agustín
1. La palabra griega logos significa razón y verbo; pero en este caso más bien quiere decir Verbo, para que se entienda no sólo la relación con el Padre, sino la fuerza operativa respecto de todas las cosas que fueron hechas por el Verbo. La razón, aun cuando nada se hace por ella, se llama razón acertadamente [1].
Sucede que, con el uso diario, las palabras, porque suenan y pasan, se nos han hecho viles. Pero hay también en el hombre la palabra que permanece en el interior, cada vez que el sonido sale de la boca. Por tanto, la palabra es lo que se extiende por medio del sonido y no el mismo sonido.
Todos podemos comprender la palabra, no sólo antes que suene, sino también antes que sus imágenes se agiten en nuestro pensamiento. Aquí se puede ver ya, como en espejo y enigma, alguna semejanza del Verbo, de quien se ha dicho: «En el principio era el Verbo». Es necesario, pues, que cuando hablemos lo que sabemos, nazca la palabra del mismo conocimiento que tenemos en la memoria; porque la palabra debe ser, absolutamente, de la misma naturaleza que el conocimiento de donde nace. El pensamiento formado de la cosa que ya conocemos, es la palabra que aprendemos en nuestro interior; lo cual no es griego, ni latín, ni lengua alguna. Pero cuando hemos de comunicar a otros esta palabra interior, tenemos necesidad de algún signo que la exprese.
Por tanto, la palabra que suena en el exterior no es otra cosa que una señal de la palabra que se encuentra en el interior, a la que corresponde más propiamente el nombre de palabra. Porque aquello que se pronuncia con los labios es el sonido del palabra, que no se llama palabra sino a causa de aquella palabra interior a la cual representa en el exterior.
Así como nuestro conocimiento se diferencia del conocimiento de Dios, así nuestra palabra, que procede de nuestro conocimiento, se diferencia de la de Dios, que ha nacido de la esencia del Padre. Lo mismo podría decirse si se tratara de la ciencia del Padre, de la sabiduría del Padre o, lo que es más expresivo, del Padre ciencia, del Padre sabiduría [2].
Por tanto, el Verbo de Dios, Hijo Unigénito del Padre, es en todo semejante e igual al Padre; es lo mismo que el Padre, pero no es el Padre, porque Este es el Hijo y Aquél el Padre. Y por esto conoce todas las cosas que conoce el Padre; y si le es propio conocer al Padre, ¿no conocerá lo que es? El conocer y el ser son ahí una misma cosa. Por esta razón, así como no es propio del Padre proceder del Hijo, tampoco su conocimiento procede del Hijo. Por eso, como pronunciándose a sí mismo, el Padre engendró al Verbo igual en todo a sí, y no se hubiera pronunciado a sí mismo de una manera completa y perfecta si hubiera algo mayor o menor en su Verbo de lo que hay en El. Pero aunque sea nuestro verbo interior de alguna manera semejante a Aquél, no cesemos de observar cuán diferente es a la vez.
¿Qué es esto formable, aún no formado, sino algo de nuestra mente que nosotros con antojo voluble lanzamos de aquí para allá cuando pensamos ahora en una cosa y después en otra, según la descubrimos o nos sale al encuentro? Y se hace verbo verdadero cuando aquello que dije que nos lanzaba con movimiento incesante toma contacto con lo que nosotros conocemos y al tomar una semejanza perfecta se forma. ¿Quién no ve aquí la gran diferencia que hay de aquel verbo con el de Dios, que es forma de Dios y antes de su formación no es formable, pues no puede ser nunca informe, sino que es la forma sencilla e igual a Aquél de quien nace? Por lo que se dicen aquellas palabras: «el Verbo de Dios».
Por lo cual, para que en Dios no se crea que existe algo voluble, como si siendo verbo pudiera recibir y volver a tomar una forma que presto pudiera perder y sufrir evolución en su carencia de forma, aquel Verbo divino no se llama pensamiento de Dios [3].
Es el Verbo de Dios cierta forma no formada, la forma de todas las formas; forma inmutable, sin pérdida, sin defectos, sin tiempo, sin lugar, superando todas las cosas, existiendo en todas, siendo la base en que todo descansa y el remate que está sobre todo.
Se dice en el principio, como si se dijera «antes de todas las cosas».
Pero dicen algunos: si es Hijo, ha nacido. Y en verdad que es así. Añaden después: si el Hijo ha nacido del Padre, el Padre es anterior al nacimiento del Hijo. La fe rechaza esto. Pero, dicen, explicadnos cómo ha podido el Hijo nacer del Padre para ser coetáneo de aquél de quien ha nacido; porque el hijo nace después del padre, y debe, por tanto, ser sucesor suyo. Para esto aducen el ejemplo de lo que sucede entre las creaturas; y nosotros debemos tratar de encontrar la semejanza con aquello que afirmamos. ¿Pero cómo podremos encontrar en la creatura lo coeterno, cuando nada eterno encontramos en ella? Si en el mundo pudieran encontrarse dos cosas coetáneas, una que engendra y una engendrada, entonces entenderíamos lo coeterno. La sabiduría es llamada en las Escrituras el brillo de la luz eterna, la imagen del Padre. Y de aquí podemos tomar la comparación para que encontremos lo que se entiende por coetáneo, y de ello desprendamos lo que se entiende por coeterno. Nadie ignora que la luz nace del fuego; digamos, pues, que el fuego es el padre de aquella luz. Y bien, en el momento que encendemos una antorcha, brota la luz al mismo tiempo que el fuego. Dadnos este fuego sin luz, y creeremos que el Padre pudo existir sin el Hijo. La imagen existe en el espejo, y existe en cuanto que una persona se mira en él; pero ésta ya existía antes que se acercase al espejo. Supongamos que crece alguna cosa sobre el agua, como un matorral o una yerba; ¿no nace con su propia imagen? Por tanto, estará siempre la imagen de la yerba mientras ésta subsista allí. En virtud de esto, lo que procede de otro ser ha nacido de él; se puede ser siempre generador, y estar siempre con aquél que ha nacido de sí. Pero se dirá: yo entiendo que el Padre es eterno, y que el Hijo es coeterno; pero como la luz que brilla menos que el fuego de donde nace, y como la imagen del matorral que es menos clara que el matorral mismo. No; es necesaria una igualdad absoluta. Yo no creo, se dirá, porque no hay semejanza que satisfaga. Acaso encontremos en las criaturas una razón para comprender que el Hijo es coeterno con el Padre, y no menos que El; pero no podemos encontrarla en un solo género de semejanzas. Por tanto, reunamos dos géneros diferentes: uno de donde ellos toman la semejanza, y otro de donde nosotros la damos. La que ellos presentan la toman de que el ser que engendra a otro, le precede en el tiempo, como sucede en el hombre que nace de otro hombre, siendo los dos de la misma sustancia. Admitimos, pues, en este orden de nacimiento la igualdad de naturaleza; pero falta la de tiempo. En el orden de semejanzas que hemos sentado acerca de la luz del fuego y de la imagen del matorral, no encontráis la igualdad de naturaleza, y sí la igualdad del tiempo. Y bien; todo lo que allí se encuentra respecto de cada parte y de cada cosa, lo encuentro, no como en las criaturas, sino como en el Creador.
3. Y cuando dice: «Que todas las cosas fueron hechas por El», manifiesta evidentemente que la luz fue hecha por El, cuando dijo Dios: «Hágase la luz» (Gén 1,3), y del mismo modo en las demás creaciones. Si es, pues, así, es eterno lo que dice Dios: «Hágase la luz»; porque el Verbo de Dios es Dios con Dios y coeterno con el Padre, aun cuando la criatura haya sido hecha temporal. Porque aunque indican tiempo las palabras «cuando» y «alguna vez», sin embargo es eterno en el Verbo de Dios lo que debe ser hecho, y se hace cuando debe ser hecho lo que existe en aquel Verbo, en el cual no hay «cuando» ni «alguna vez», porque todo aquel Verbo es eterno.
¿Y cómo puede suceder que el Verbo de Dios haya sido hecho, cuando Dios hizo todas las cosas por el Verbo? Y si el Verbo mismo ha sido hecho, ¿por cuál otro Verbo ha sido creado? Si dices que existe un verbo del Verbo, por el cual ha sido hecho, yo digo que éste mismo es el Hijo Unigénito de Dios. Y si no le llamas Verbo de Dios, concede que entonces el Verbo no ha sido hecho por el mismo por quien han sido hechas todas las cosas.
Pero si no ha sido hecho, no es criatura. Y si no es criatura es de la misma sustancia que el Padre, porque toda sustancia que no es Dios es criatura, y lo que no es criatura es Dios.
O cuando dice: «Nada ha sido hecho sin El», nos enseña que de ningún modo puede suponerse que El ha sido creado. ¿Cómo puede decirse que Dios ha sido hecho, cuando nada se ha hecho sin El?
En efecto, el pecado no ha sido hecho por El, y bien sabido es que el pecado es la nada, y que los hombres caen en ella cuando pecan. Y el ídolo no ha sido hecho por el Verbo. Tiene, es verdad, cierta forma humana y el mismo hombre ha sido hecho por el Verbo. Mas la forma del hombre, en el ídolo, no ha sido hecha por el Verbo, porque está escrito: «Sabemos que el ídolo es nada» (1Cor 8,4); luego estas cosas no han sido hechas por el Verbo, sino aquéllas que han sido hechas en la naturaleza; la naturaleza universal de las cosas, como también todas las criaturas, desde el ángel hasta el gusanillo.
No deben escucharse los delirios de los hombres que creen por este pasaje debe entenderse que la nada es algo, porque la palabra ‘nada’ aparezca al final de la frase [4]. No comprenden que es lo mismo decir: «sin El nada ha sido hecho», que «sin El ha sido hecho nada».
Si se interpreta el verbo en el sentido en que se encuentra en todo hombre, porque fue dado a todos por Aquél que era en el principio, también sin él no podemos cometer nada, entendiendo en el sentido más sencillo la palabra nada. Dice, pues, el Apóstol, «que el pecado había muerto sin la ley; pero una vez establecida ésta, el pecado revivió». No puede concebirse el pecado si no existe la ley. Y no había pecado cuando no existía el Verbo; porque el Señor dice: «Si yo no hubiese venido y les hubiese hablado, no tendrían pecado» (Jn 15,22). No tiene excusa el que quiere excusar la falta que ha cometido, cuando sucede que estando el Verbo presente y diciendo lo que debe hacerse, no le obedece. Y en esto no debe acusarse ni culparse al Verbo, como tampoco al maestro cuando no deja lugar al discípulo para que respecto de sus enseñanzas alegue ignorancia. Por lo tanto, todas las cosas han sido hechas por el Verbo, no sólo las naturales, sino también las que proceden de lo irracional.
4. Puede redactarse también de este modo: «Lo que ha sido hecho en El», añadiendo después: «Era vida». Luego todo El es vida, si así lo expresáramos; porque ¿qué hay que no haya sido hecho en El? El es la sabiduría de Dios. Y se dice en el salmo: «Todas las cosas las has hecho en la sabiduría». Por tanto, así como todas las cosas han sido hechas por El, así han sido hechas en El. Si, pues, lo que se ha hecho en El es vida, la tierra es vida y la piedra es vida. Pero no se debe entender así, para que la secta de los maniqueos [5] no nos arguya diciendo que si la piedra tiene vida, también la tiene la pared, como suelen decirlo en su delirio. Y cuando son reprendidos y rechazados suponen que lo han sacado de la Escritura, diciendo: ¿por qué se ha dicho que lo que ha sido hecho en El era vida? Dígase, pues, así: «Lo que ha sido hecho», y distíngase aquí y después añádase: «Era vida en El». Fue hecha, pues, la tierra, pero la misma tierra que fue hecha, no es vida. Pero está en la misma sabiduría de Dios espiritualmente cierta razón por la cual la tierra ha sido hecha; ésta es vida. Así como un arca no es vida en cualquier obra, pero es vida en el arte, porque vive en el alma del artífice, así, pues, la sabiduría de Dios, por quien han sido hechas todas las cosas, contiene, según el arte, todas las cosas que se hacen por dicho arte. Estas no son vida en sí mismas, pero lo son en el Verbo, por quien todo ha sido hecho.
Y por esta misma vida son iluminados los hombres; los animales no son iluminados, porque no tienen alma racional que pueda conocer la sabiduría; pero el hombre, porque ha sido hecho a imagen de Dios, tiene alma racional, por la que es capaz de sabiduría. Luego aquella vida, por medio de la que han sido hechas todas las cosas, es luz y es vida, y no de cualquiera de los animales, sino de los hombres.
5. Aquella vida es la luz de los hombres, pero no pueden comprenderla los corazones insensatos, porque no se lo permiten sus pecados. Y para que no crean que esta luz no existe, porque no pueden verla, prosigue: «Y la luz resplandece en las tinieblas; mas las tinieblas no la comprendieron». Así como el hombre ciego, puesto delante del sol, aun cuando está en su presencia se considera como ausente de él, así todo insensato está ciego, aun cuando tiene delante la sabiduría. Pero en tanto que ésta se encuentra delante de él, está él ausente por su ceguera y no es que ella está lejos de él, sino él lejos de ella.
Este principio del santo Evangelio, decía cierto platónico [6], debió ser escrito con letras de oro, y colocarse en los sitios más visibles de todas las iglesias.
6-8. Todo lo que se ha dicho hasta ahora, se refiere a la divinidad de Jesucristo, quien vino a nosotros bajo la forma humana. Y como era hombre en quien Dios se encontraba oculto, fue enviado antes de El un hombre grande, por cuyo testimonio se supiese que era más que hombre. ¿Y quién es éste? «Fue un hombre».
¿Y cómo podía este hombre decir la verdad de Dios? «Fue enviado por Dios».
¿Quién era el llamado? «El que tenía por nombre Juan».
¿Para qué vino? Vino en testimonio, para dar testimonio de la luz.
9. Ahora da a conocer de qué luz da testimonio cuando dice: «Era la luz verdadera».
¿Y por qué añade verdadera? Porque un hombre iluminado se llama luz, pero la verdadera luz es aquella que ilumina; porque aunque los ojos de nuestro cuerpo se llaman antorchas, si de noche no se enciende una luz, o si no sale el sol por el día, serán en vano aquellas luces. Por esto añade: «Que alumbra a todo hombre», por consiguiente también a San Juan. El mismo iluminaba a aquél por quien quería ser anunciado. Del mismo modo se conoce que el sol ha salido por algún cuerpo iluminado, aunque no lo veamos con nuestros ojos, al igual que aquellos que no tienen buenos los ojos (y no pueden ver el sol), sin embargo, pueden ver una pared iluminada por el sol, o cosa parecida, así todos aquéllos para quienes vino Jesucristo no eran idóneos para verle. Pero reflejó sus rayos en San Juan, y entonces, cuando San Juan confesaba que era iluminado, Aquél que ilumina fue conocido por medio de él. Dice además: «Que viene a este mundo», porque si no hubiera salido de donde estaba, no hubiese sido iluminado; pero hubo de ser iluminado, porque salió de allí en donde el hombre no puede estar iluminado.
Y cuando dice: «Ilumina a todo hombre», debemos entender que no es que alguno de entre los hombres no sea iluminado, sino que ninguno es iluminado sino por El.
10. La luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo, vino aquí por la carne. Porque si hubiera venido sólo por la divinidad, no hubiese podido ser vista por los necios, por los ciegos ni por los malvados, de quienes se ha dicho antes: «Las tinieblas no la comprendieron», por esa razón dice: «En el mundo estaba».
Y no creas que estaba en el mundo como están la tierra, los rebaños y los hombres; o como están el cielo, el sol, la luna y las estrellas; sino como el artífice que dirige lo que ha hecho. Por cuya razón prosigue: «Y el mundo por él fue hecho». No lo hizo como hace un artífice, que lo que fabrica es extrínseco a quien lo fabrica; mas Dios fabrica en el mundo; confundiéndose con él [7] se encuentra fabricando en todas partes y no está ausente de nada. La presencia de su majestad, hace lo que hace y gobierna lo que ha hecho. Así estaba en el mundo como Aquél por quien el mundo fue hecho.
¿Qué quiere decir, pues, que el mundo fue hecho por El mismo? El cielo, la tierra, el mar y cuanto en ellos se contiene, se llama mundo. Además, en otro sentido, se llama mundo a los amantes del mundo, acerca de lo cual prosigue: «Y el mundo no le conoció». ¿Cómo ni los cielos, ni los ángeles, ni los astros, conocieron a su Creador, a quien confiesan los demonios? Todas las cosas dan testimonio de El; pero ¿quiénes no lo han conocido? Los que amando al mundo se llaman mundo. Amando, pues, al mundo, habitamos con el corazón en el mundo; porque los que no aman al mundo viven en él por la carne, pero con el corazón habitan en el cielo, como dice el Apóstol: «Nosotros somos ciudadanos del cielo» (Flp 3,20). Por tanto, amando al mundo merecieron llamarse mundanos del lugar donde habitan. Como sucede cuando decimos: aquella casa es mala o buena. No vituperamos ni alabamos sus paredes, sino a los que la habitan, así llamamos «mundo» a los que habitan en él amándole.
11-13. Esto es porque todas las cosas habían sido hechas por El.
Mas si ninguno le recibió, ninguno se ha salvado; porque ninguno puede salvarse sino el que recibe a Jesucristo cuando viene. Y por esto añade: «Mas a cuantos le recibieron».
Gran benevolencia, nació solo y no quiso permanecer solo; no temió tener coherederos, porque su herencia no disminuye aun cuando la posean muchos.
Y los que creen, por cuanto que se hacen hijos de Dios desde luego nacen hermanos de Jesucristo. Porque si los hijos no nacen, ¿cómo pueden existir? Pero los hijos de los hombres nacen de la carne y de la sangre y de la voluntad del varón y de la unión con su consorte. Cómo nacen los demás, lo dice a continuación: «Los cuales son nacidos no de sangres», como las del marido y de la mujer. Porque «sangres» no es palabra latina, mas como en griego está puesta en plural, quiso más bien el intérprete ponerla así, aunque faltando al latín según la gramática, y explicar la verdad a los menos inteligentes. Porque los hombres nacen de la sangre del hombre y de la sangre de la mujer.
Y en lo que sigue: «Ni de la voluntad de la carne, ni de la voluntad del varón», puso carne en vez de mujer porque cuando fue hecha de la costilla del hombre, dijo Adán: «Esto ahora es hueso de mis huesos y carne de mi carne» (Gén 2,23). Se dice carne en lugar de mujer, como cuando se dice espíritu en vez de marido, porque éste es quien debe mandar y aquélla obedecer. ¿Cuánto peor está aquella casa donde la mujer lleva el dominio sobre el hombre? Los hijos, pues, ni por voluntad de la carne ni de la voluntad del varón han nacido, sino por voluntad de Dios.
14. Habiendo dicho: «Han nacido de Dios», para que no nos admirásemos ni nos asombrásemos ante gracias tan extraordinarias, y para que no nos pareciese imposible que los hombres podían nacer de Dios, queriendo darnos seguridad de ello dice: «Y el Verbo fue hecho carne». ¿Por qué te admiras de que los hombres nazcan de Dios? Mira cómo el mismo Dios ha nacido de los hombres.
Así como en nosotros la palabra en cierto modo es la voz del cuerpo, y toma el sonido por el que se manifiesta a los sentidos de los hombres, así el Verbo de Dios hecho carne ha tomado aquella forma por la que puede darse a conocer a los mismos. Y así como nuestro verbo se convierte en voz, aun cuando no se transforma en voz [8], así el Verbo de Dios se ha hecho carne. Pero lejos de nosotros la idea de que se ha transformado en carne, porque la ha tomado no siendo absorbido por ella. Y, así nuestra palabra se convierte en voz, y la de Dios se ha convertido en carne.
Si decían esto porque veían escrito que «el Verbo se hizo carne», y allí no se habla del alma, deben comprender que la carne representa al hombre y que por la parte se representa el todo en sentido figurado. Y así, dice en el Salmo: «Toda carne vendrá a ti» (Sal 64,3). Además, en la Carta a los Romanos se lee: «que no se justificará la carne por el cumplimiento de la ley» (Rom 3,20). Y esto mismo dice con más claridad en la Carta a los Gálatas: «No se justificará el hombre por el cumplimiento de la ley» (Gál 2,16). Por esto se ha dicho: «El Verbo fue hecho carne», como si dijese «El Verbo fue hecho hombre».
Y como el Verbo se ha hecho carne y ha habitado entre nosotros, ha hecho por medio de su nacimiento una especie de colirio, para que purificados los ojos de nuestra alma podamos ver su majestad por medio de su humanidad. Por esto se dice: «Y vimos la gloria de El». Ninguno puede ver su gloria si no se purifica con la humildad de la carne. Había caído sobre los ojos del hombre polvo que procedía de la tierra, enfermo el hombre de los ojos, se le envía tierra a ellos para que sane. La carne le había cegado, y la carne le cura; el alma se había hecho carnal, entregándose a los afectos carnales; de aquí que el ojo del alma quedó ciego. El médico hizo el colirio para curarle y así vino a destruir las enfermedades de la carne por medio de la carne. Por lo tanto el Verbo se ha hecho carne para que podamos decir: «Y vimos la gloria de El».
15. Y no se entiende: ha sido hecho antes que yo fuera hecho, sino que ha sido antepuesto a mí.
16-17. ¿Pero qué habéis recibido? Una gracia por otra gracia. Y yo no sé qué quiere darnos a entender cuando nos dice que hemos participado de la plenitud de su gracia en primer término, y después que hemos recibido una gracia por otra gracia. ¿Qué gracia hemos recibido primero? La fe. Y se llama gracia porque se da gratis. El pecador recibió esta primera gracia para que se le perdonasen todos sus pecados. Y después recibió una gracia por otra gracia. Esto es por esta gracia, según la cual vivimos de la fe, habremos de recibir otra, esto es la vida eterna. La vida como el premio de la fe (porque la misma fe es gracia). Y la vida eterna es eterna. Por lo tanto es la gracia que se concede en virtud de aquella gracia. Esta no existía en el Antiguo Testamento, porque la Ley amenazaba y no ofrecía ayuda; mandaba, y no curaba; señalaba la enfermedad, pero no la quitaba, sino que preparaba para presentarse al médico que había de venir con la gracia y la verdad. Por esto sigue: «Porque la Ley fue dada por Moisés; mas la gracia y la verdad fue hecha por Jesucristo». La muerte de nuestro Señor mató la muerte temporal y eterna. Ella es la gracia que ha sido prometida y no manifestada en la Ley.
Debemos comparar la gracia con la ciencia y la verdad con la sabiduría. En las cosas temporales se encuentra aquella suma gracia, porque en Cristo el hombre se unió con Dios en unidad de persona. Y en las cosas eternas, la suma verdad se atribuye rectamente al Verbo de Dios.
18. ¿Por qué dice Jacob: «He visto al Señor cara a cara» (Gén 32,30), y se ha escrito de Moisés: «Que hablaba cara a cara» (Ex 33,11), y que el profeta Isaías, hablando de sí mismo, dice: «He visto al Dios Sebaot sentado sobre un trono» (Is 6,1)?
Estando escrito: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5,8), y en otro lugar: «Cuando aparezca seremos semejantes a El, porque le veremos tal y como es» (1Jn 3,2). ¿Cómo es que aquí se dice: «Ninguno ha visto a Dios nunca»? ¿No podría responderse que aquellos testimonios se refieren a ver a Dios y no a haberle visto? Porque lo que se ha dicho es que ellos verán a Dios, y no que le vieron. No que le hemos visto sino que le veremos tal y como es. En este sentido se dice: «Que ninguno ha visto a Dios nunca». Esto es, en esta vida no puede verse tal y como es -ni en la vida de los ángeles- según esta vida visible, como se ven las cosas sensibles, por medio de los ojos de la carne.
De modo que si alguno no muere a las cosas de esta vida, bien desnudándose de las cosas corporales, bien alejándose y despojándose de los sentidos exteriores -hasta el punto de que no pueda saber perfectamente, como dice el Apóstol (2Cor 12,2), si está en el cuerpo o fuera del cuerpo- no será arrebatado por aquella visión ni jamás la alcanzará.
Y si se dice, respecto de lo que está escrito, que «A Dios nadie le vio jamás» -en lo que sólo debe entenderse que se refiere a los hombres- el Apóstol explica esto más claramente diciendo: «A quien ninguno de los hombres vio, ni puede ver» (1Tim 6,16). Y así, si se dijese «ninguno de los hombres» parecerá que aquella cuestión estaría resuelta, porque no se opone a esto lo que dice el Señor: «Los ángeles del Señor siempre ven la cara de mi Padre» (Mt 18,10), para que creamos que los ángeles ven a Dios, a quien «nadie le vio jamás» esto es, de los hombres.
Lo cual es tan verdadero, que ninguno podrá jamás comprender la grandeza de su Dios, no sólo con los ojos de la carne, sino ni aun con la más alta contemplación. Una cosa es ver y otra cosa comprender la totalidad de lo que se ve. Porque una cosa se ve en tanto que está presente al sentido de la vista, pero para comprenderla en su integridad cuando se ve es necesario conocerla de tal modo que se vea todo lo que encierra y los límites que la determinan.
En este sentido sólo el Hijo y el Espíritu Santo ven al Padre. Lo que es de naturaleza creada, ¿cómo podrá ver lo que es increable? Y así ninguno conoce a Dios como el Hijo. Por esto sigue: «El Hijo Unigénito», etc. Y no se crea que se entiende con este nombre a alguno de aquellos que han sido constituidos por hijos en virtud de la gracia, porque se añade el artículo. Y por si esto no es suficiente, se ha añadido el otro nombre: Unigénito.
En el seno del Padre, esto es, en el secreto del Padre, porque el Padre no tiene seno como nosotros lo tenemos en los vestidos, ni debe pensarse que se sienta como nosotros nos sentamos. De modo que no está ceñido para tener seno, sino que así como nuestro seno es interior, al secreto del Padre se le llama seno del Padre. Y el que conoce al Padre en su secreto es el que contó lo que vio.
Hay algunos hombres que dicen, engañados por la vanidad de su corazón, que el Padre es invisible y que el Hijo es visible. Pero si se dice que el Hijo es visible en virtud de la carne, nosotros lo concedemos también. Y esto es un dogma católico. Pero si, como ellos dicen, era visible antes de haberse encarnado, se equivocan en gran manera, porque Jesucristo es la sabiduría y el poder de Dios. La sabiduría de Dios no puede verse por medio de los ojos. Y si la palabra del hombre no se ve con los ojos, ¿cómo puede verse la Palabra de Dios?
Notas
[1] Así en el latín y el griego. Hay un juego de palabras, pues, en estos idiomas la frase de San Juan puede entenderse tanto «Nada ha sido hecho sin El» como «La nada ha sido hecha sin El», cuando evidentemente no es esto último lo que indica el evangelista.
[2] La ciencia divina todo lo conoce, y es al mismo tiempo sabiduría, en tanto que según ese conocimiento Dios crea, ordena y dirige el universo. Esta nota brota de la esencia de Dios y se añade a ella. Es por ello que se habla de «Padre ciencia» o «Padre sabiduría».
[3] Se habla aquí, en términos agustinianos, del modo de conocer del ser humano, para referirse análogamente a Dios. La analogía se da entre las relaciones al interior de la Trinidad: Padre, Hijo, Espíritu Santo; y las relaciones entre los elementos básicos de su antropología: alma, conocimiento (verbo interior), amor. A ello se añade la palabra o verbo exterior. El conocimiento humano se da al encontrarse el conocimiento con un objeto, lo que da lugar al verbo interior, el mismo que se forma por la reactualización de la idea innata correspondiente y «ya sabida».
Mientras en el ser humano el conocimiento o verbo se forma al contacto con el objeto conocido y no antes, en Dios no sucede igual: el Verbo no se forma sino que preexiste a cualquier contacto. Además no se hace analogía del pensamiento humano con la realidad de Dios en tanto que el pensamiento o formación del verbo interior es voluble, mientras que el Verbo es estable y eterno.
[4] Así en el latín y el griego. Hay un juego de palabras, pues, en estos idiomas la frase de San Juan puede entenderse tanto «Nada ha sido hecho sin El» como «La nada ha sido hecha sin El», cuando evidentemente no es esto último lo que indica el evangelista.
[5] Los maniqueos afirmaban la coexistencia de dos principios, uno para el bien y otro para el mal, actuantes en el universo, oponiéndose entre sí hasta una resolución que es la vuelta al estado primero de todo.
[6] Se refiere a un seguidor del pensamiento del filósofo griego Platón.
[7] Entiéndase: sosteniendo en el ser cada cosa del mundo.
[8] Se trata aquí de la imagen agustiniana del verbo (externo) o palabra humana que es conocida como tal por la persona en su interior (verbo, conocimiento) antes de que sea pronunciada.
San Basilio, hom super haec verba
1. Mas este Verbo no es el humano; porque ¿cómo podía existir en el principio el verbo humano, cuando el hombre ocupa el último lugar en la generación? Así, pues, el verbo humano no existía en el principio, ni el de los ángeles; porque toda criatura está dentro de los términos de los siglos, tomando del Creador el principio de su ser [1]. Oigamos, pues, el Evangelio de un modo conveniente: llamó Verbo al mismo Unigénito.
¿Y por qué se le llama Verbo? Porque ha nacido impasiblemente; porque es imagen del que le ha engendrado, demostrándolo todo en sí mismo, no sacando nada, mas existiendo perfecto en sí mismo.
Sin embargo, tiene nuestro verbo, exteriormente, cierta semejanza del divino Verbo. Porque nuestro verbo manifiesta todo lo que concibe nuestra inteligencia; de modo que, lo que concebimos en nuestra inteligencia, lo expresamos por medio de la palabra. Y en verdad que nuestro corazón es una especie de fuente, y la palabra que pronunciamos es semejante a un riachuelo que procede de ella.
El Espíritu Santo previó que había de haber algunos envidiosos y detractores de la gloria de Jesucristo, que proferirían sofismas para engañar a los que los oyesen, diciendo que si fue engendrado no era, y que no existía antes de ser engendrado. Y para que no pudiesen hacer alarde de ello, el Espíritu Santo dice: «En el principio era el Verbo».
Dice también esto por los que blasfeman diciendo que no existía. ¿Pero en dónde estaba el Verbo? No en un lugar, porque no cabe en un lugar que tenga límite. ¿Pero en dónde estaba? Con Dios; ni el Padre puede estar en un lugar, ni el Hijo se contiene en circunscripción ninguna.
Así, pues, para hacer imposible la blasfemia y la duda de los que preguntan ¿Qué es el Verbo? responde: «Y el Verbo era Dios».
Notas
[1] El verbo humano no existía en el principio desde el momento que no existía el ser humano. Se alude aquí a la narración de la creación de Gén 1, cuando se afirma que ocupó el último lugar en el proceso de la creación que allí se describe.
Orígenes, in Ioannem, hom. 1
1. Esta palabra, principio, quiere decir diversas cosas. Quiere decir principio como el comienzo de un viaje o de una longitud: «El principio del buen camino, es la prueba de los justos» (Prov 16,5). Significa también el comienzo de una generación, según aquellas palabras de Job: «Este es el principio de la creatura de Dios» (Job 40,14). Así pues, sin exageración se puede decir que Dios es el principio de todas las cosas. Es principio también la materia preexistente, para aquéllos que creen que es ingénita. También se dice principio según la especie, así como Jesucristo es el principio de aquéllos que han sido formados a imagen de Dios. Igualmente es principio de disciplina, según aquello: «Cuando deberíais ser maestros por el tiempo transcurrido, otra vez necesitáis ser enseñados en lo que constituye el fundamento del principio de las palabras de Dios» (Heb 5,12). El principio, pues, es de dos maneras: según su naturaleza y según su relación con nosotros; de modo que se puede decir Jesucristo es por naturaleza el principio de la sabiduría (en cuanto es la Sabiduría y la Palabra de Dios), y es el principio con relación a nosotros en cuanto a que el Verbo se ha hecho carne (Jn 1,14). Por tanto, con todas estas significaciones de la palabra principio, se puede comprender que se llama principio a aquello por lo cual se dice de algo que es agente; porque el autor de todo es Cristo, como principio, según lo que es Sabiduría; es el Verbo en el principio, como en la sabiduría. Es infinito el número de bienes que se dicen del Salvador. Y así como la vida está en el Verbo, el Verbo estaba en el principio (esto es, en la sabiduría). Consideremos, pues, si es posible que tomemos la palabra principio en el sentido de que se hagan todas las cosas según la sabiduría y los ejemplos que en ella existen. O bien, si el Padre es el principio del Hijo y el principio de todas las criaturas y de todos los seres; según aquellas palabras: «En el principio era el Verbo», por las que es preciso entender que el Verbo Hijo era en el principio, esto es, en el Padre.
El verbo ser tiene dos significaciones; unas veces expresa movimientos temporales, según la analogía de otros verbos, y otras la sustancia de una cosa sin sucesión ninguna de tiempo; por cuya razón se le llama sustantivo.
También es conveniente observar que el verbo fue hecho en algunos, como en Oseas, Isaías o Jeremías; pero no fue hecho en Dios, porque el no ser no se encuentra en él, y por esto se dice a continuación que el «Verbo estaba con Dios», porque ni desde el principio ha estado el Hijo separado del Padre.
También debe añadirse que cuando el verbo es hecho en los profetas, los ilumina con la luz de la sabiduría. Mas el Verbo está con Dios, obteniendo de El el ser Dios; por lo que antes de «el Verbo era Dios», dijo: «El Verbo estaba con Dios».
2. Después de enunciar el Evangelista estas tres proposiciones, las reúne en una, diciendo: «Este era en el principio con Dios». En la primera proposición hemos conocido en quién era el Verbo, porque era en el principio; en la segunda, con quién, porque era y estaba con Dios, y en la tercera, que era el Verbo, porque era Dios. Como dando a conocer que el Verbo de quien se trata era Dios, porque dijo, reuniéndolo todo en la cuarta proposición: «En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba con Dios y Dios era el Verbo», dice: «Este era en el principio con Dios». Si se pregunta, pues, por qué no ha dicho: «En el principio era el Verbo de Dios, y el Verbo de Dios estaba con Dios, y Dios era el Verbo de Dios»; podemos responder que, siendo una sola la verdad, una sola también es su demostración, que es la sabiduría. Pero si es una sola la verdad y una la sabiduría, también el Verbo, que anuncia la verdad y derrama la sabiduría sobre los que son susceptibles de ella, será uno solo también. Y no decimos por esto que no es el Verbo de Dios, sino que manifestamos la utilidad de la omisión de esta palabra, «de Dios». Y el mismo San Juan dice en su Apocalipsis: «Que su nombre es el Verbo de Dios» (Ap 19,13).
3. También erró en esto Valentino, diciendo que el Verbo fue para el Creador la causa de la creación del mundo. Pero si la verdad de las cosas es así como él lo entiende, convenía que se hubiese escrito que el Verbo había hecho todas las cosas por el Creador, y no al contrario, que lo había hecho todo por el Verbo.
De otro modo, y para que no se crea que hay cosas que se han hecho por el Verbo, y otras que existen por sí mismas y que no se contienen en el Verbo, dice: «Y nada ha sido hecho sin El»; esto es, nada se hizo fuera de El, porque El lo abraza todo, conservándolo todo.
Si todas las cosas han sido hechas por el Verbo, también habrá hecho la malicia y la inclinación al pecado; pero esto no es verdad. En cuanto al significado, la nada y el no ser son una misma cosa. Y bien: el Apóstol llama mal a lo que no tiene ser. Dios, dice, llama a las cosas que no son como a las que son (Rom 4,17) y se llama nada al mal que ha sido hecho sin el Verbo.
Valentino excluye de todo lo hecho por el Verbo, todo lo hecho en los siglos que cree que existieron antes del Verbo. Pero habla contra la evidencia, porque lo que él cree divino, está separado de todas las cosas (como él dice) que bajo esta denominación se destruyen enteramente. Dicen algunos, faltando a la verdad, que el diablo no ha sido creado por Dios; porque en tanto que es diablo, no es criatura de Dios. Pero aquél a quien acontece ser diablo, es criatura de Dios; que es como si dijéramos que el homicida no era criatura de Dios, siendo así que lo es en cuanto es hombre.
4. Puede también distinguirse de este modo sin error: «Lo que ha sido hecho en El», y después añadir: «Era vida», para que el sentido sea éste: «Todas las cosas que han sido hechas por El y en El, son vida en El y una misma cosa en El», puesto que existían causalmente (esto es, subsisten en El mismo) antes de existir realizadas en sí mismas. Pero si se pregunta de qué modo y por qué causa todas las cosas que han sido hechas por el Verbo subsisten en El de una manera vital, uniforme y causal, tómense ejemplos de la naturaleza de las criaturas. Véase de qué modo las causas de todo lo que se contiene en la esfera de este mundo sensible subsisten uniforme y juntamente en este sol, que es la mayor de las lumbreras del mundo; de qué modo la multitud de hierbas y frutos se contiene en sus respectivas semillas; de qué modo las reglas, muchas en verdad, se juntan en el arte del artífice y viven en el alma del que las dispone; de qué modo el número infinito de líneas subsiste como una en un solo punto, y de esta manera examinemos los varios ejemplos naturales, desde los cuales, como ayudados por una teoría física, podremos elevarnos con los ojos del alma hasta los arcanos del Verbo, y en cuanto es permitido a la inteligencia humana, conocer cómo todas las cosas que han sido hechas por el Verbo viven y han sido hechas en El.
Conviene tener en cuenta que el Salvador dice de algunas cosas que no son para sí sino para otros, mientras que de otras dice que son tanto para sí como para otros. Donde dice: «Lo que ha sido hecho en el Verbo era vida», debe examinarse si es vida para sí y para otros, o para otros únicamente. Y si para otros, para qué otros. La vida es lo mismo que la luz. El es la luz de los hombres, y así El es la vida de los hombres, de quienes es luz. Y de este modo cuando se dice vida, puede decirse el Salvador, vida, no de sí mismo, sino de otros de quienes es también luz. Esta vida existe en el Verbo de Dios de una manera inseparable, y existe juntamente desde que ha sido hecha por El. Conviene, pues, que la razón o el verbo preexista en el alma para purificarla, a fin de que, una vez limpia de sus pecados, aparezca pura, y se introduzca así, y se engendre la vida en aquél que se ha hecho susceptible del Verbo de Dios. No se dice que el Verbo fue hecho en el principio, porque no existía el principio sin el Verbo de Dios; pero la vida de los hombres no estaba siempre en el Verbo, sino que esta vida de los hombres fue hecha porque la vida es la luz de los hombres. Cuando el hombre no existía, tampoco existía la luz de los hombres que después habían de poder ver. Y por tanto dice: «Lo que ha sido hecho en el Verbo era vida». Y no «lo que estaba en el Verbo era vida». Se encuentra otra variante aceptable, que dice: «Lo que ha sido hecho en El es vida». Si entendemos, pues, que la vida de los hombres, que está en el Verbo, es Aquél de quien dice San Juan: «Yo soy la vida» (Jn 14,6), debemos confesar que no vive ninguno de los infieles de Cristo, sino que están muertos todos los que no viven en Dios.
No debe pasarse en silencio que la vida precede a la luz de los hombres; no era propio que tuviese luz el que aún no vivía, y que a la vida precediese la luz. Pensar que «la vida era la luz de los hombres» significa que Cristo es luz y vida sólo de los hombres es herético. Lo que se dice de algunos, no se dice solamente de algunos. Porque está escrito de Dios «que es el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob»; pero no se dice que sea Dios sólo de estos solos patriarcas. Y no porque se diga que es luz de los hombres se excluye que sea luz de otros seres. Hay un intérprete que por las palabras: «hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» (Gén 1,26) supone que todo lo que ha sido hecho a imagen y semejanza de Dios debe entenderse por el hombre, y que así la luz de los hombres es la luz de toda criatura racional.
5 Y si la vida es lo mismo que la luz de los hombres, ninguno que está en las tinieblas tiene vida, ni ninguno de los que viven está en las tinieblas. Y como todo el que vive se encuentra en la luz, todo el que está en la luz vive a la vez. Y bien, teniendo esto en cuenta podemos entender recíprocamente que la muerte es lo contrario de la vida, y las tinieblas de los hombres lo contrario de la luz de los hombres. De aquí que el que existe en las tinieblas está también en la muerte, y que el que hace obras de muerte no puede subsistir más que en las tinieblas. Por el contrario, aquél que hace cosas propias de la luz, o aquél cuyas acciones brillan delante de los demás hombres, y el que se acuerda de Dios, no está en la muerte, según aquello que se dice en el Salmo: «No tiene parte en la muerte aquél que se acuerda de ti» (Sal 6).
En cuanto a que las tinieblas de los hombres y la muerte sean de naturaleza semejante, no es asunto de este lugar. Nosotros éramos tinieblas en otro tiempo, pero ahora somos luz en el Señor si somos santos y espirituales en algún modo. Todo aquél que fue alguna vez tinieblas lo ha sido como San Pablo, cuando fue capaz y apto de convertirse en luz en el Señor, etc. Además la luz de los hombres es nuestro Señor Jesucristo, quien se ha dado a conocer por la naturaleza humana a toda criatura racional e intelectual, como también ha manifestado los misterios de su divinidad, por los que es igual al Padre, a los corazones de los fieles, según aquellas palabras del Apóstol: «En otro tiempo fuisteis tinieblas; pero ahora sois luz en el Señor». Di, pues: «La luz luce en las tinieblas», porque todo el género humano, no por su naturaleza sino por causa del pecado original, estaba en las tinieblas de la ignorancia de la verdad. Mas Jesucristo resplandece en los corazones de los que le conocen después de nacer de la Virgen. Y como hay algunos que todavía permanecen en las tinieblas oscurísimas de la impiedad y de la perfidia, el Evangelista añade: «Mas las tinieblas no la comprendieron». Como diciendo: «La luz resplandece en la tinieblas de las almas fieles, partiendo de la fe y llevando a la esperanza». Pero la ignorancia y la perfidia de los corazones inexpertos no han comprendido la luz del Verbo de Dios que resplandece en la carne: éste es el sentido moral. Y la teoría de estas palabras (o sea su examen o su meditación), es de esta manera; la naturaleza humana, aun cuando no pecase, no podría brillar por sus propias fuerzas, porque no es luz por naturaleza sino que participa de la luz; es capaz de sabiduría, pero no es la sabiduría misma. Así como el aire no luce por sí mismo sino que se llama tinieblas, así nuestra naturaleza, mientras se examina por sí misma, no es más que cierta sustancia tenebrosa, capaz de participar de la luz de la sabiduría. Y así como el aire, cuando recibe los rayos del sol, no se dice que brilla por sí mismo, sino que la luz del sol resplandece en él, así la parte de nuestra naturaleza racional, mientras participa de la presencia del Verbo de Dios, no conoce por sí misma a su Dios ni las cosas comprensibles sino por la luz divina que se halla en ella. Y la luz brilla así en las tinieblas, porque el Verbo de Dios, vida y luz de los hombres, no cesa de lucir en nuestra naturaleza, que considerada y estudiada no es más que cierta oscuridad informe. Y como esta misma luz es incomprensible para toda criatura, las tinieblas no la comprendieron.
Preguntan algunos por qué el Verbo no se llama la luz de los hombres, sino la vida que hay en el Verbo. Y nosotros respondemos, que la vida de que se trata no es la que se dice común a los seres racionales e irracionales, sino aquélla que tiene el Verbo, y que se realiza en nosotros por participación del Verbo primitivo, para distinguir la vida aparente y falsa, y desear la verdadera vida. Por lo tanto, en primer lugar, participamos de la vida, que para algunos no es la luz en acto sino en potencia, a saber para los que no están ávidos de conseguir lo concerniente a la ciencia. Para otros, al contrario, esa participación se hace también luz en acto, y éstos son, según el Apóstol, «los que pretenden los mejores dones», a saber: el verbo de la sabiduría, al que sigue a continuación la palabra de conocimiento y de ciencia, etc.
Debe saberse también que así como la palabra hombre está tomada en dos sentidos espirituales, así también las tinieblas. Y como decimos que el hombre que posee esta luz perfecciona las obras de la luz, y conoce también como iluminado por la antorcha de la ciencia, así también, por el contrario, decimos que las tinieblas son los actos ilícitos, y aquella que parece ciencia no lo es en realidad. Mas así como el Padre subsiste y no hay tinieblas en El, del mismo modo el Salvador. Pero como tomó sobre sí la semejanza de nuestra carne pecadora, no es incongruente decir respecto de El que tenga en sí algunas tinieblas, porque ha tomado las nuestras para disiparlas. Esta luz, por tanto, que se ha convertido en vida de los hombres, resplandece en las tinieblas de nuestras almas, y ha llegado hasta donde el príncipe de estas tinieblas lucha contra el género humano. Las tinieblas han perseguido esta luz, lo que se demuestra por las batallas que han sostenido el Salvador y sus hijos, luchando estas tinieblas contra los hijos de la luz. Pero, como Dios los defiende, las tinieblas no invaden la luz, ya porque no pueden seguir la velocidad de ella por su propia lentitud, ya porque, si esperan a que llegue tienen que huir cuando se aproxima. Conviene considerar que no siempre las tinieblas expresan algo malo, sino que algunas veces algo bueno, según aquellas palabras del Salmo: «Puso las tinieblas como su escondrijo» (Sal 12,12). Porque aquellas cosas que se refieren a Dios son desconocidas e imperceptibles. Diremos acerca de estas tinieblas provechosas que marchan en dirección a la luz, y entonces la comprenden; porque lo que era tinieblas mientras se ignoraba, ahora se convierte en luz conocida para aquél que ha aprendido a conocerla.
6-8. Algunos se esfuerzan en desaprobar los testimonios de los profetas, respecto de Jesucristo, diciendo que el Hijo de Dios no necesita de testimonios, porque tiene en sí suficientes motivos para hacer creer, tanto por sus saludables palabras como por sus milagros. Y el mismo Moisés mereció ser creído por su palabra y sus milagros, no necesitando de otros testimonios. Responderemos a esto que, existiendo muchas causas para creer, los que no se mueven por una demostración, se admiran por otra. Y puede Dios dar muchas pruebas también a los hombres, para que crean en El, que se ha hecho hombre por todos los hombres. Consta, además, que algunos se han visto obligados a admirar a Jesucristo por los testimonios de los profetas, asombrándose de que fueran tantos los que anunciaron con su voz, antes de su venida, el lugar de su nacimiento y otras cosas por el estilo. También debe advertirse, que las prodigiosas virtudes de Jesucristo podían impulsar a creer a los que vivían en su tiempo, pero no del mismo modo hubiesen podido ser atraídos a la misma fe si hubieran vivido después de mucho tiempo. Porque entonces hubiesen podido considerar como fábula lo que acerca de ello se les refiriese. Porque cuando los milagros han pasado, alienta más la fe su consonancia con las profecías. También es preciso decir que algunos han sido honrados por este testimonio dado a Dios. Quiere, pues, privar al coro de los profetas de una gran gloria el que dice que no convenía que ellos diesen testimonio de Jesucristo. Y a éstos debe agregarse San Juan, que da testimonio de la luz.
9. No debemos entender que ilumina al hombre que viene al mundo por las causas ocultas de la generación, sino de aquellos que vienen al mundo invisible, espiritualmente, por regeneración de la gracia (que se concede en el bautismo). Por lo tanto, ilumina aquella verdadera luz a los que vienen al mundo de las virtudes y no a los que caen en el mundo de los vicios.
10. Porque la voz del que habla, cuando cesa de hablar, concluye y se desvanece; así, si el Padre celestial deja de hablar, su Verbo, su efecto (esto es, todo lo creado en el Verbo), no subsiste ya.
14. Lo que se dice respecto de Jesucristo a continuación: «lleno de gracia y de verdad», se debe entender en dos sentidos. Porque puede referirse a la humanidad y a la divinidad del Verbo encarnado. De tal modo, que la plenitud de la gracia se refiera a la humanidad, en virtud de que Jesucristo es cabeza de la Iglesia y el primogénito de toda criatura. Porque el ejemplo mayor y principal de la gracia, por la cual, sin otros méritos precedentes, el hombre se hace Dios, se demuestra primeramente en El mismo. Puede también entenderse esta plenitud de gracia por el Espíritu Santo, cuya operación de siete formas o dones enriqueció la humanidad de Jesucristo. La plenitud de la verdad se refiere a la divinidad.
Y si la plenitud de la gracia y de la verdad se quiere entender que se refiere al Nuevo Testamento, no se dirá sin razón que la plenitud de la gracia del Nuevo Testamento ha sido donada por Jesucristo, y que se ha cumplido en El la verdad de figuras legales.
16-17. Estas palabras no se profirieron refiriéndose a la persona del Bautista que da testimonio de Cristo. Y se engañan muchos creyendo que desde aquí hasta donde dice: «El mismo lo contó», se habla de San Juan Apóstol. Pero sería violentar el texto y falta de ilación lógica el que -súbitamente y fuera de razón- se interrumpiesen las palabras del Bautista por las del discípulo. Y bien claro se ve por el contexto para todo aquél que sepa percibir el enlace de las ideas. Por esto, pues, había dicho: «Ha sido engendrado antes que yo, porque era primero que yo». De esto deduzco o entiendo que El es anterior a mí mismo, porque lo mismo yo que los profetas hemos recibido de su plenitud una gracia después de otra gracia, dado que también aquéllos llegaron, después de las figuras y por obra del Espíritu, a la adquisición de la verdad. De aquí también que, en virtud de la misma plenitud, hayamos comprendido que si bien la Ley ha sido dada por medio de Moisés, la gracia y la verdad ha sido, no ya dada, sino producida por Jesucristo. El Padre, ciertamente, da la Ley sirviéndose de Moisés, y obra la gracia y la verdad por Jesucristo. Pero si Jesús dice: «Yo soy la verdad» (Jn 14,6), ¿cómo por Jesús se ha de obrar la verdad? Hay que entender en esto que de ninguna manera ha sido obrada por Jesucristo ni por algún otro ser, aquella verdad sustancial y primaria a la cual se ajustan, por vía de imagen, todas las otras verdades secundarias en razón de verdad, sino que la verdad obrada por Jesucristo es aquélla que resplandecía en San Pablo y en los apóstoles.
18. Verdaderamente no tiene razón alguna Heracleóna [1] para asegurar que estas palabras pertenecen no a Juan Bautista sino al discípulo [2]. Porque si el aserto: «De su plenitud todos hemos recibido» se refiere al Bautista, ¿cómo no deducir que el que participó de la gracia de Cristo, y recibió una gracia después de otra primera, y confesó que la Ley había sido dada por Moisés al mismo tiempo que la gracia y la verdad eran obras de Jesucristo, fuera el mismo que se anonadara ante el hecho de que nadie ha visto a Dios jamás, y de que fuera necesario que esto lo contase el mismo que residía en el seno del Padre, y lo interpretase claramente, no sólo a Juan sino a todos aquéllos que han gustado un alto grado de perfección? Y esto no lo dice ahora por primera vez, porque nos enseña que El existía antes de Abraham, y que Abraham había deseado vehementemente el contemplar su gloria.
Notas
[1] Heracleón perteneció a la secta gnóstica de los valentinianos y compuso un comentario al Evangelio según San Juan.
[2] El Apóstol San Juan, autor de un Evangelio.
San Hilario, De Trin.
1. Pasan los tiempos, se suceden los siglos, desaparecen las edades; imaginad el principio que queráis, y si no pensáis en el tiempo, comprenderéis el asunto de que se trata.
Observa el mundo y mira lo que está escrito acerca de él: «En el principio hizo Dios el cielo y la tierra» (Gén 1,1). En un principio es hecho aquello que es creado, e incluye a lo largo del tiempo lo que en el principio es incluido para que sea creado. Pero el pescador iletrado, sin ciencia [1], está libre del tiempo, ha sido liberado de los siglos, ha vencido todo principio: en efecto, el Verbo de Dios era lo que es, y no es encerrado en tiempo alguno para empezar a ser lo que había sido incluido en un principio, pues existía desde el principio.
Existe con Dios sin principio; pero el que carece de tiempo no carece de autor.
Dirás: el Verbo es el sonido de la voz, la enunciación de los asuntos y la expresión de los pensamientos. Este es el Verbo que en el principio estaba con Dios, porque la palabra de un pensamiento es eterna cuando el que piensa es eterno. Pero ¿cómo existía en el principio lo que no existió antes ni después del tiempo? Y yo ignoro si puede existir en el tiempo. La palabra de los que hablan, ni existe antes de que hablen, ni después de que han hablado, y cuando llega el fin de esa palabra no existe ya el principio de ella [2]. Pero si como oyente inexperto habías dejado pasar la primera afirmación: «En el principio era el Verbo», ¿qué es lo que buscas en lo que sigue: «Y el Verbo estaba con Dios?» ¿Acaso escuchaste ‘ en Dios’ (y no con Dios) y habías entendido la expresión de un pensamiento oculto? ¿O crees que confundió San Juan la diferencia que hay entre ‘estar en ‘ y ‘estar con ‘? Así se dice que lo que existía en el principio, no existía en otro, sino con otro. Por lo tanto veamos el estado y el nombre del Verbo. Dice, pues: «Y el Verbo era Dios». Termina el sonido de la voz, y la enunciación del pensamiento; pero este Verbo es un ser, y no un sonido; una naturaleza, y no una palabra; un Dios, y no una nada.
Es un simple nombre, y carece de tropiezo alguno; se dijo a Moisés: «Te he constituido como el dios de Faraón» (Ex 7,1). Pero ¿no se añadió la causa de este nombre, cuando se dijo a Faraón? Porque había sido dado Moisés como dios de Faraón, para ser temido, rogado y para que le castigase [3]. Y una cosa es ser dado como dios, y otra es ser Dios. También me acuerdo de otra sentencia que se encuentra en el Salmo: «Yo dije, sois dioses» (Sal 81,6); pero aquí debe entenderse que es un nombre que se les concede. Y las palabras «Yo dije», expresan más bien la palabra del que habla que el nombre de la cosa. Pero cuando dice: «Y el Verbo era Dios», no oigo sólo que se dice el Verbo, sino entiendo que se demuestra que es Dios.
2. Las palabras del Evangelista «Y el Verbo era Dios», me hacen temblar por lo inesperadas, puesto que los profetas anunciaron que Dios era uno solo; pero para que mi temor no pueda pasar más allá, se me presenta el pescador resolviendo tan gran misterio, y refiere a uno solo todas las cosas sin ofensa, sin supresión y sin tiempo, diciendo: «Este era en el principio con Dios», cerca de Dios no engendrado, de quien es proclamado Unigénito Hijo.
3. De otro modo, existía el Verbo en el principio, pero pudo no existir antes del principio. ¿Pero cómo subsistiría? «Todas las cosas fueron hechas por El». Es infinito Aquél por quien han sido hechas todas las cosas. Y como todas las cosas han sido hechas por El, también lo ha sido el tiempo.
O bien alguien dirá que la frase «Todas las cosas fueron hechas por El» es una afirmación sin límite alguno. Y que está el ingénito, que no ha sido hecho por nadie, y está el mismo Hijo, que fue engendrado por el que no fue engendrado. Pero el Evangelista se refiere al Creador y supone que tiene un compañero cuando dice: «Y nada se hizo sin El». Y cuando nada se ha hecho sin El, comprendo que no está solo; porque uno es por quien se han hecho las cosas, y otro aquel sin el cual nada se ha hecho.
4. También puede leerse de este modo. Cuando dijo «Y nada se hizo sin el mismo», alguno puede decir como perturbado: luego, hay algo que ha sido hecho por otro y que no ha sido hecho sin embargo sin El. Y si algo ha sido hecho por otro (aun cuando no sin El), ya no ha sido hecho todo por El, porque una cosa es hacer, y otra intervenir en lo que se hace. Pero el Evangelista refiere que no se ha hecho nada sin El, diciendo: «Lo que ha sido hecho en El». Por tanto, no se ha hecho sin El lo que en El ha sido hecho. Y esto que ha sido hecho en El, también ha sido hecho por El; porque «todas las cosas han sido creadas por El y en El». En El han sido creadas, porque era engendrado Dios creador. Pero por esta misma razón nada ha sido hecho sin El de lo hecho en El, porque el Dios naciente era vida, y el que así era, fue hecho vida antes de haber nacido. Por tanto, nada sucedía sin El, de entre todas las cosas que se hacían en El. Porque era vida la que hacía estas cosas, y el Dios que ha nacido no ha existido después de haber nacido, sino que existía también cuando nacía.
14. Algunos, queriendo que el Unigénito de Dios -que en el principio era Dios Verbo con Dios- no sea un Dios sustantivo sino únicamente la palabra emitida por medio de la voz -de modo que el Hijo sea respecto de Dios Padre lo que es para los que hablan su palabra- tratan de manifestar con malicia que Cristo nacido como hombre no es el Verbo Dios que subsiste personalmente y permanece en la forma de Dios. Y ya que a este hombre le dio vida el principio de la generación humana más que el misterio de su concepción espiritual, el Verbo Dios no tuvo una existencia propia al hacerse hombre por el parto de la Virgen, sino que en Jesús estuvo el Verbo de Dios como en los profetas el Espíritu de profecía. Y suelen acusarnos diciendo que creemos en el nacimiento de Jesucristo, pero no el que haya nacido un hombre que tenga cuerpo y alma como nosotros, siendo así que nosotros predicamos que el Verbo se ha hecho carne y que ha nacido hombre a nuestra semejanza. De tal manera que, siendo verdadero Hijo de Dios, nació verdadero Hijo del hombre. Así como tomó el cuerpo de la Santísima Virgen, el alma la tomó de sí mismo, la cual es sabido que no puede proceder del hombre en el orden de la generación. Pero siendo uno mismo el Hijo del hombre y el Hijo de Dios, ¿no sería harto ridículo el decir que además del Hijo de Dios, que es el Verbo hecho carne, haya nacido otro no sé quién como profeta, animado por el Verbo de Dios, siendo así que nuestro Señor Jesucristo es Hijo de Dios e Hijo del hombre?
18. La cualidad de la naturaleza divina no parecía bastante explícita con el nombre «Hijo» si no se hubiese añadido, para dar más propiedad a la frase y para significar la excepción, otra palabra: «Unigénito». Diciéndola además de «el Hijo» se concluye la idea de adopción, dado que la palabra «Unigénito» sólo puede referirse a su naturaleza divina.
Notas
[1] Se refiere al evangelista San Juan, quien ha recibido de Dios el conocimiento de esta doctrina y ha trascendido todo principio al decir «En el principio era el Verbo».
[2] San Agustín anota la insuficiencia de la analogía entre la palabra que pronuncia el ser humano, y la Palabra del Padre, el Verbo, que El mismo no es voz sino ser.
[3] Aparece aquí la perspectiva del Dios castigador. La fe de la Iglesia enseña que Dios es Ser y Amor, y que se acerca a nosotros con un amor misericordioso que supone la justicia y va más allá de ella.
Actas del Concilio de Efeso
1. Por esto, pues, tan pronto se le llama Hijo del Padre, como Verbo, como luz en la Sagrada Escritura, para que se comprenda que cada uno de estos nombres con que designa a Cristo, son contra la blasfemia. Porque como tu hijo es de tu misma naturaleza, queriendo manifestar que el Padre y el Hijo tienen una misma sustancia, le llama Hijo Unigénito del Padre. Además, como el nacimiento y el Hijo nos manifiestan los sufrimientos que acompañan o se mezclan en la generación, le llama también Verbo, demostrando con este nombre la impasibilidad de su nacimiento. Pero como todo padre, entre los hombres, es indudablemente de más edad que el hijo, para que no se entienda así de la naturaleza divina, llama luz al Unigénito del Padre; porque la luz nace del sol, y no se concibe que sea posterior a él. Por tanto, la luz demuestra que el Hijo coexiste siempre con el Padre, y el Verbo la impasibilidad de su nacimiento, así como el nombre de Hijo indica la consustancialidad con el Padre.
Alcuino
1. Contra aquellos que decían que Jesucristo no ha existido siempre por su nacimiento temporal, empieza el Evangelista diciendo de la eternidad del Verbo: «En el principio era el Verbo».
2.¿Por qué pone el verbo sustantivo «era»? Para que se comprenda que había precedido a todos los tiempos el Verbo coeterno con Dios Padre.
3. Después que habló de la naturaleza del Hijo, habló de su obra, diciendo: «Todas las cosas fueron hechas por El»; esto es, todo lo que existe, o en sustancia o en cualquier otra propiedad.
6-8. Esto es: gracia de Dios, o en quien habita la gracia, y que dio a conocer al mundo, el primero y con su propio testimonio, la gracia del Nuevo Testamento, esto es, a Jesucristo. Juan quiere decir: «ha sido dado», porque le fue donado por la gracia de Dios no sólo ser precursor sino también bautizar al Rey de los reyes.
14. Lo que se dice aquí: «El Verbo se ha hecho carne», no debe entenderse sino como si dijese: Dios se ha hecho hombre, esto es, ha tomado cuerpo y alma. Porque así como cada uno de nosotros es un hombre que consta de cuerpo y de alma, así Jesucristo, desde el tiempo de su Encarnación, aparece como un solo hombre, por la divinidad, por la carne y por el alma. Y además, la divinidad del Verbo se ha dignado tomar la naturaleza de un hombre escogido, con quien se ha constituido una sola persona, que es la de Jesucristo, sin transformar en ningún sentido la esencia del hombre en la esencia divina, sino tomando la naturaleza humana, de que antes carecía. Además, consta seguramente respecto de aquella persona que tuvo desde la eternidad, que el Hijo de Dios tomó la naturaleza humana pero no la persona. El hombre se transformó en Dios, no por el cambio de naturaleza, sino por la unidad de la divina persona. Por tanto, no son dos, sino un solo Cristo, Dios-hombre. El Verbo está unido con la carne de un modo tan inefable, que bien podemos decir que el Verbo se hizo carne. Y aun cuando el Verbo no se ha transformado en carne, y aquella carne que se llama Dios no se ha transformado en la naturaleza divina, etc., confesamos que las dos naturalezas están unidas en la persona de Jesucristo de una manera tan inefable que, subsistiendo la propiedad de cada una de ellas, hay en esta santa y admirable unión, no un cambio de la divinidad, sino una exaltación de la humanidad. Esto es, Dios no se ha convertido en hombre, pero el hombre ha sido glorificado en Dios, etc.
«Y habitó entre nosotros», esto es, vivió entre los hombres.
15. Había dicho antes el Evangelista, que había sido enviado un hombre para dar testimonio. Y ahora explica lo que expresa ese testimonio, en el cual anuncia el precursor, bien claramente, lo excelso de la humanidad y lo eterno de la divinidad, por lo que dice: «Juan da testimonio de El».
Teofilacto
1. Me parece que Sabelio fue rechazado por estas palabras; él decía que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, eran una sola persona; que unas veces aparecía como Padre, otras como Hijo y otras como Espíritu Santo. Pero le contradicen evidentemente estas palabras: «Y el Verbo estaba con Dios»; porque aquí el Evangelista declara que uno es el Hijo, y otro el Padre, que aquí designa con el nombre de Dios.
De otro modo, después de decir que el Verbo estaba con Dios, claro es que eran dos personas, aun cuando existiese una misma naturaleza en ellas. Por esto dice: «Y el Verbo era Dios», para demostrar que así como es una misma naturaleza la del Padre y la del Hijo, así también es una misma divinidad.
2.Para que una sospecha diabólica no inquietase a algunos sobre si el Verbo, siendo Dios, se levantaba en contra del Padre (como dicen las fábulas de los gentiles), y que separado del Padre fuese contrario al Padre, dice el Evangelista: «Este era en el principio con Dios». Como diciendo, este Verbo de Dios nunca ha existido separado de Dios.
3. Suelen decir los arrianos que así como por medio de una sierra se hace una puerta, así se dice que todas las cosas han sido hechas por el Hijo, no porque sea el creador, sino el instrumento. Y que de este modo, dicen, ha sido hecho el Hijo, para que por medio de él fueran hechas todas las cosas. Mas nosotros únicamente respondemos a estos forjadores de mentiras: si, pues, como decís, el Padre hubiese creado al Hijo para emplearle como instrumento, habría que deducir que la dignidad del Hijo sería inferior a la de las cosas que han sido hechas, como es inferior la sierra a lo hecho por ella, no existiendo más que para ello. Así si, según dicen, el Padre creó al Hijo a causa de aquellas cosas que por El han sido hechas, entonces, si Dios no hubiese creado nada, tampoco habría producido al Hijo. ¿Qué disparate mayor puede concebirse? Pero dicen: ¿Por qué no dijo que el Verbo hizo todas las cosas? ¿Por qué usó de esta preposición? Para que no se creyese que el Hijo era ingénito y sin principio, y creador de Dios.
Había dicho «que en El estaba la vida», para que no se crea que el Verbo estaba separado de ella. Ahora manifiesta que es la vida espiritual y la luz de todos los seres racionales. Por esto añade: «Y la vida era la luz de los hombres». Como diciendo: Esta luz no es sensible, sino intelectual, e ilumina a la misma alma.
No dijo, por tanto: Es luz únicamente para los judíos, sino para todos los hombres. Todos los hombres en tanto recibimos inteligencia y razón del Verbo que nos creó, en cuanto somos iluminados por El; porque la razón que nos ha sido dada (por la cual somos racionales) es luz que nos dirige para obrar y para no obrar.
6-8. No un ángel, para que nadie sospechase.
Y así, si algunos no creyesen, él quedaría suficientemente excusado. Porque así como cuando alguno entra en una casa tenebrosa y no recibe los rayos del sol no debe culpar de ello al mismo sol, así San Juan fue enviado para que creyesen todos; pero si esto no sucede, no es él quien será la causa de ello.
Pero se dirá: luego no podemos decir que San Juan, ni ninguno de los santos, es o ha sido luz. Y si queremos decir que alguno de los santos fue luz, digámoslo sin artículo [1] para que si nos preguntan si San Juan es luz, lo concedamos seguramente, sin artículo. Porque si se nos pide con artículo, debemos negarlo, en atención a que San Juan no es la luz principal, sino que se llama luz porque es en virtud de la participación con la verdadera luz que tiene luz.
9. Avergüéncese Maniqueo [2], que dice que nosotros somos obra de un creador malo y tenebroso; pues no seríamos iluminados si no fuésemos criaturas del que es la verdadera luz.
O de otro modo, la inteligencia que se nos ha concedido para que nos guíe, y que se llama la razón natural, es lo que llamamos luz recibida de Dios; pero algunos la han oscurecido por usar mal de ella.
10. Esto ahoga también la rabia de Marción [3], que decía que era malo el creador de todas las cosas, y de Arrio [4], que decía que el Hijo de Dios era criatura.
11-13. Se entiende por «lo suyo» al mundo o a Judea, que había elegido por su heredad.
Y como en el día de la resurrección conseguiremos ser hijos perfectísimos de Dios, según lo que dice el Apóstol: «Esperando la adopción de los hijos de Dios, la redención de nuestro cuerpo» (Rom 8,23). Nos concedió, pues, el poder de ser hechos hijos de Dios, esto es, de obtener esta gracia en la vida futura.
14. Apolinario de Laodicea fundó su herejía en esta palabra: decía que Jesucristo no tuvo alma racional, sino únicamente carne; teniendo a la divinidad por alma que dirige y gobierna el cuerpo [5].
Mas queriendo el Evangelista mostrar la incomparable condescendencia de Dios, dice carne para que admiremos más su gran misericordia, puesto que tomó la carne por nuestra salvación, a pesar de que esto es impropio y dista mucho de su naturaleza, aunque el alma tiene alguna semejanza con Dios. Y si el Verbo se encarnó y no tomó el alma humana, se deduciría que nuestras almas no habían sido redimidas, porque no santificó lo que no tomó. Y no dejaría de ser una irrisión, que habiendo sido el alma la que pecó primero, al tomar carne el divino Verbo no santificase al alma, y que dejase enferma la parte principal. Con esto es refutado también Nestorio que decía que el Verbo Dios no era el mismo que había sido hecho hombre por la concepción de la sangre de la Virgen, y que la Virgen había parido a un hombre, que dotado y enriquecido con toda clase de virtudes, se había unido con el Verbo de Dios. De aquí deducía que hubo dos hijos: uno nacido de la Virgen, esto es, el hombre, y el otro de Dios, esto es, el Hijo de Dios, unido a aquel hombre por la gracia habitual y por el amor [6]. Contra el cual dijo el Evangelista que el mismo Verbo se hizo hombre, y no que el Verbo, hallando un hombre virtuoso, se había unido con él.
Aprendamos, pues, en estas palabras: «Que el Verbo se ha hecho carne», que el mismo Verbo es hombre, y existiendo Hijo de Dios se ha hecho hijo de una mujer, la que especialmente se llama Madre de Dios porque engendró a Dios en su carne.
«Lleno de gracia», en cuanto que su palabra era gracia; habiendo dicho David en el Salmo: «La gracia ha sido derramada en tus labios» (Sal 44,3), etc., «Y de verdad», para significar que Moisés y los profetas hablaban u obraban sólo en figura, mientras que Jesucristo en cumplimiento de la verdad.
15. Dice también: «El que ha de venir detrás de mí», esto es, según el tiempo del nacimiento. San Juan había nacido seis meses antes que Jesucristo, según la humanidad.
Mas los arrianos interpretan estas palabras queriendo manifestar que el Hijo de Dios no ha sido engendrado por el Padre, sino creado como una criatura cualquiera.
Notas
[1] El artículo «la», en «la luz».
[2] Los maniqueos afirmaban la coexistencia de dos principios, uno para el bien y otro para el mal, actuantes en el universo, oponiéndose entre sí hasta una resolución que es la vuelta al estado primero de todo.
[3] Marción parte de la afirmación de que el AT habla de un Dios distinto del aquél del NT, testimoniado por Jesucristo, que es sólo una manifestación visible de Dios, pero que no ha asumido la naturaleza humana. El primero es desconocido, justiciero, iracundo, vengativo, autor de todo mal. El segundo es bueno. Por ello Marción rechaza el AT y parte de los libros del NT.
[4] Arrio y sus seguidores sostenían que el Hijo es la primera y suprema criatura de Dios, creado directamente por Padre para crear por El todo el universo. El Padre le participa sus prerrogativas divinas como don por su fidelidad.
[5] Los apolinaristas decían que el Verbo Encarnado no había asumido plenamente la naturaleza humana, sino sólo su dimensión físico-síquica. La dimensión espiritual, la misma que comprendía el entendimiento, era asumida, según afirmaban, directamente por el mismo Verbo, Segunda Persona de la Trinidad. Algunos extremaron sus posiciones y llegaron a afirmar que ni la psiqué ni el cuerpo había sido asumido, sino que la divinidad se había transformado en ellos.
[6] El nestorianismo sostiene que Santa María no es Madre de Dios, sino madre del «hombre Jesús». Este habría sido «tomado» por Dios siendo mayor, habitando la divinidad en él como si habitase en un templo.
Beda
4. Como el Evangelista había dicho que toda criatura había sido hecha por el Verbo, para que no se creyese que su voluntad era mudable (como si de pronto hubiese querido hacer la criatura, sin haberla hecho nunca ab eterno), tuvo cuidado de enseñar que la criatura había sido hecha ciertamente en el tiempo, pero que había sido dispuesto en la eterna sabiduría del Creador, en qué tiempo y a cuántos había de crear; por esto dice: «Lo que ha sido hecho era vida en El».
5. Porque los evangelistas hablan de Jesucristo naciendo en el tiempo, mas San Juan atestigua que en el principio ya era él mismo, diciendo: «En el principio era el Verbo». Los otros dicen que apareció de repente en medio de los hombres; él atestigua que siempre estuvo con Dios cuando dice: «Y el Verbo estaba con Dios». Los primeros dicen que era verdadero hombre; y el último, que era verdadero Dios, diciendo: «Y el Verbo era Dios». Los demás evangelistas le consideran como hombre que vive temporalmente entre los hombres; pero San Juan le considera Dios con Dios, subsistiendo en el principio, diciendo: «Este era en el principio con Dios». Los otros exponen las grandes cosas que hizo después de la Encarnación; pero San Juan enseña que Dios Padre hizo por El toda criatura, diciendo: «Todas las cosas fueron hechas por El y nada de lo que fue hecho se hizo sin El».
6-8. Pero no dice: para que todos creyesen en él -porque es maldito aquel hombre que confía en el hombre (Jer 17,5)-, sino «para que todos creyesen por él», esto es para que creyesen en la luz por testimonio suyo.
9. Ya sea por su talento especial, ya por la sabiduría divina; porque así como ninguno se debe a sí mismo la existencia, así también ninguno puede ser sabio por sí mismo.
11-13. Debe tenerse en cuenta también que en las Sagradas Escrituras, cuando se habla de sangre en plural, suele significarse el pecado. Por eso en el Salmo dice: «Líbrame de las sangres» (Sal 50, 16).
La generación carnal de todos procede de la unión de los consortes, pero la espiritual se concede en virtud de la gracia del Espíritu Santo.
18. Además, si se refiere a tiempo pasado, cuando dice «contó», una vez hecho hombre el Hijo nos enseñó lo que debe saberse acerca de la unidad de la Trinidad, y cómo podemos llegar hasta su conocimiento, y por qué medio puede llegarse hasta ello. Y si se refiere a lo futuro entonces referirá cómo lleva a sus escogidos hasta el conocimiento de su gloria.
San Cirilo, ad Nestorium, epist. 8
14. Uniéndose el Verbo a la carne, animada por el alma racional, según la sustancia, de un modo inefable e ininteligible, se hizo hombre y fue llamado Hijo del hombre, no según la voluntad sola o su beneplácito, ni tampoco por haber tomado su persona. Pueden, ciertamente, reunirse varias naturalezas en una verdadera unión, pero aquí no hay más que una persona como resultado de las dos: Cristo y el Hijo, no dejando de existir por su unión la diferencia de naturalezas [1].
Notas
[1] En el Señor Jesús la persona divina, el Hijo, Segunda Persona de la Trinidad, tiene en sí, de modo pleno, las dos naturalezas: la divina -que ya tenía- y la humana -que asume por la Encarnación-.
San Gregorio, Moralium 18, 37-38
18. Pero bien claramente se da a entender que en todo el tiempo que vivimos en esta vida mortal, únicamente puede verse a Dios por medio de ciertas imágenes, pero no en cuanto a su misma esencia. Y aun cuando el alma, iluminada por la gracia del Espíritu, ve al mismo Dios, sin embargo no alcanza a comprender la fuerza de su esencia. Y de aquí es que Jacob, que asegura haber visto a Dios, no vio más que a un ángel. Y de aquí también que Moisés, que habló con Dios cara a cara, dice: «Manifiéstate a mí para que yo te vea» (Ex 33,18). De cuya petición se deduce que él deseaba ver en la claridad de su naturaleza infinita a Aquél a quien ya había empezado a ver por medio de ciertas figuras.
Si bien es verdad que algunos pueden ver la majestad de Dios, aun viviendo en esta vida pasajera, por medio de la contemplación y elevándose a los más altos grados de la virtud, esto no se opone a lo que se acaba de decir. Porque todo el que ve la sabiduría (que es Dios) muere absolutamente a esta vida, sin que le quede afecto alguno a las cosas de la tierra.
Debe tenerse en cuenta que hubo algunos que dijeron que Dios podía ser visto en la eterna bienaventuranza en toda su majestad, pero que no podía verse en cuanto a su naturaleza. La nimia sutileza de este pensamiento engañó a éstos con exceso, porque no hay diferencia alguna entre la claridad y la naturaleza en aquella esencia simple e inmutable.
Hay algunos que dicen que no pueden ver a Dios ni aun los ángeles.
San Basilio Magno, Obispo
Homilía:
Homilía 2, 6; PG 31, 1459-1462. 1471-1474.
«El Verbo se hizo carne y puso su morada entre nosotros» (Jn 1,14).
Dios en la tierra, Dios en medio de los hombres, no un Dios que consigna la ley entre resplandores de fuego y ruido de trompetas sobre un monte humeante, o en densa nube entre relámpagos y truenos, sembrando el terror entre quienes escuchan; sino un Dios encarnado, que habla a las creaturas de su misma naturaleza con suavidad y dulzura. Un Dios encarnado, que no obra desde lejos o por medio de profetas, sino a través de la humanidad asumida para revestir su persona, para reconducir a sí, en nuestra misma carne hecha suya, a toda la humanidad. ¿Cómo, por medio de uno solo, el resplandor alcanza a todos? ¿Cómo la divinidad reside en la carne? Como el fuego en el hierro: no por transformación, sino por participación. El fuego, efectivamente, no pasa al hierro: permaneciendo donde está, le comunica su virtud; ni por esta comunicación disminuye, sino que invade con lo suyo a quien se comunica. Así el Dios-Verbo, sin jamás separarse de sí mismo puso su morada en medio de nosotros; sin sufrir cambio alguno se hizo carne; el cielo que lo contenía no quedó privado de él mientras la tierra lo acogió en su seno.
Busca penetrar en el misterio: Dios asume la carne justamente para destruir la muerte oculta en ella. Como los antídotos de un veneno, una vez ingeridos, anulan sus efectos, y como las tinieblas de una casa se disuelven a la luz del sol, la muerte que dominaba sobre la naturaleza humana fue destruida por la presencia de Dios. Y como el hielo permanece sólido en el agua mientras dura la noche y reinan las tinieblas, pero prontamente se diluye al calor del sol, así la muerte reinante hasta la venida de Cristo, apenas resplandeció la gracia de Dios Salvador y surgió el sol de justicia, fue engullida por la victoria (1Co 15, 54), no pudiendo coexistir con la Vida. ¡Oh grandeza de la bondad y del amor de Dios por los hombres!
Démosle gloria con los pastores, exultemos con los ángeles porque hoy ha nacido el Salvador, Cristo el Señor (Lc 2, 11). Tampoco a nosotros se apareció el Señor en forma de Dios, porque habría asustado a nuestra fragilidad, sino en forma de siervo, para restituir a la libertad a los que estaban en la esclavitud. ¿Quién es tan tibio, tan poco reconocido que no goce, no exulte, no lleve dones? Hoy es fiesta para toda creatura. No haya nadie que no ofrezca algo, nadie se muestre ingrato. Estallemos también nosotros en un canto de exultación.
Beato Guerrico de Igny, abad
Sermón:
1er sermón para la Navidad.
«Aquí tenéis la señal: un recién nacido… acostado en un pesebre» (Lc 2,12).
“Nos ha nacido un niño” (Is 9,5). Y el Dios de majestad, anonadándose a sí mismo (Flp 2,7) se hizo semejante a nosotros, no tan sólo tomando un cuerpo terrestre de mortal, sino todavía más, en la edad tierna y débil de los niños… ¡Oh santa y dulce infancia que restituyes al hombre la verdadera inocencia! Gracias a ti cualquier edad puede llegar a ser una dichosa infancia (Mt 18,3) y ser conforme al Niño-Dios, no por la pequeñez de sus miembros, sino por la humildad del corazón y la suavidad de sus costumbres…
Para servirte de ejemplo, Dios ha querido, siendo al más grande de todos, hacerse el más humilde y pequeño de todos. Era poco para él estar por debajo de los ángeles tomando la condición de la naturaleza mortal; ha sido preciso hacerse más pequeño que los hombres tomando la edad y la debilidad de un niño. Que preste atención el hombre piadoso y humilde y se felicite de esta verdad. Que preste atención el hombre impío y orgulloso y sea confundido. Que vean al Dios infinito hecho niño, un pequeño a quien hay que adorar…
En esta primera manifestación a los mortales, Dios ha preferido presentarse bajo los rasgos de un niño pequeño, aparecer más amable que temido. Así, puesto que viene a salvar y no a juzgar, muestra por el momento lo que puede suscitar amor, y deja para más tarde lo que podría inspirar el temor. Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de su gracia (Hb 4,16), nosotros que no podemos ni tan sólo pensar sin temblar en el trono de su gloria. Aquí no hay nada terrible ni severo que temer. Por el contrario, todo es bondad y dulzura para inspirar confianza. Verdaderamente, nada hay más fácil de apaciguar que el corazón de este niño; a ti, el culpable, adelanta tus ofrendas de paz y de satisfacción y, el primero, te envía mensajeros de paz para alentarte a una reconciliación.
Sólo necesitas querer lo que te envía, y quererlo verdadera y perfectamente. No sólo te concederá el perdón, sino que te colmará de su gracia. Más aún, apreciando que no es una ganancia despreciable el hecho de haber encontrado a la oveja perdida, celebrará por ello una fiesta con sus ángeles (Lc 15.7).
Homilía:
Sermón 3º para Navidad: SC 166.
«Y el Verbo se hizo carne» (Jn 1,14).
“Porque un niño nos ha nacido » (Is 9,5). Sí, verdaderamente por nosotros, porque esto no es por él, ni por los ángeles. En absoluto por él: este nacimiento en efecto no le daba la existencia ni se la mejoraba, ya que, antes de nacer en el tiempo, él mismo existía desde toda eternidad y poseía la felicidad perfecta, Dios nacido Dios (cf Credo)…
Siendo Dios nacido de Dios, se hizo niño por nosotros. En cierto modo, él mismo se separaba y atravesaba de un salto a los ángeles para venir hasta nosotros y hacerse uno de nosotros. «Anonadándose» y descendiendo por debajo de los ángeles (He 2,7), se hizo igual a nosotros. Mientras que por su nacimiento eterno, era su propia felicidad y la de los ángeles, por su nacimiento en este mundo por nosotros, se hizo nuestra redención, porque nos veía penar solos bajo el pecado original de nuestro propio nacimiento.
Jesús niño, tu nacimiento es nuestra felicidad: ¡digno de nuestro amor! Endereza nuestro nacimiento, restaura nuestra condición, elimina nuestras heridas, cancela la sentencia que condenaba nuestra naturaleza (Col. 2,14). En lo sucesivo los que se afligían por un nacimiento que les presagiaba pena y dolor, ahora pueden renacer colmados de felicidad. Porque «a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios» (Jn 1,12)…
¡Por tu natividad, eres a la vez Dios e hijo del hombre! Por ella «tenemos acceso a esta gracia en la cual nos encontramos, y nos gloriamos en la esperanza de la gloria” de hijos de Dios (Rm 5,2). ¡Qué admirable intercambio! Asumiendo nuestra carne, nos regalas tu divinidad; vaciado de ti mismo, nos colmaste.
Guillermo de Saint-Thierry, monje
Obras:
La contemplación de Dios, 10 .
«El Verbo era la luz verdadera que viniendo a este mundo ilumina a todo hombre» (Jn 1,).
Sí, tú nos has amado primero para que nosotros te amemos. No tienes necesidad de nuestro amor, pero sólo podíamos llegar al fin por el cual nos habías creado, si no era amándote. Por eso, «en distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por los Profetas. Ahora, en esta etapa final, nos has hablado por el Hijo», tu Verbo (Hb 1,1). Es por él que «se hizo el cielo, y por el aliento de su boca, sus ejércitos» (Sl 32,6). Para ti, hablar a través de tu Hijo no es otra cosa que poner a pleno sol, hacer ver con toda claridad cuánto y cómo nos has amado, puesto que no has ahorrado a tu propio Hijo, sino que lo has entregado por todos (Rm 8,32). Y también él nos ha amado y se entregó a sí mismo por nosotros (Ga 2,20).
Así es tu Palabra, el Verbo todopoderoso que nos diriges, Señor. Cuando todo estaba en profundo silencio, es decir, en lo más profundo del error, descendió de la mansión real (Sab 18,14), para abatir duramente el error y poner suavemente en valor, el amor. Y todo lo que ha hecho, todo lo que ha dicho en la tierra, incluso los oprobios, incluso los salivazos y las bofetadas, incluso la cruz y el sepulcro, no ha sido otra cosa que tu palabra dirigida a nosotros por tu Hijo, palabra provocadora de amor, palabra que despertaba en nosotros el amor a ti.
En efecto, tú sabías, Creador de las almas, que las almas de los hijos de los hombres no pueden ser forzadas a amar, sino que es preciso provocarlas. Porque donde hay coerción, ya no hay libertad; donde no hay libertad, no hay justicia… Has querido que te amáramos porque, en justicia, no podíamos ser salvados si no es amándote. Y no podíamos amarte si este amor no venía de ti. Así es, Señor, tal como el apóstol de tu amor lo dice: «Tú nos has amado el primero (1Jn 4,10), y tú eres el primero en amar a todos los que te aman. Y nosotros te amamos por la afección de amor que has puesto en nosotros.
San Máximo de Turín, obispo
Homilía:
Sermón 10, sobre la Natividad del Señor: PL 57,24.
«Nacido antes de todos los siglos…, tomó carne de la Virgen María» (Credo).
Leemos, queridos hermanos, que en Cristo hay dos nacimientos; tanto el uno como el otro son expresión de un poder divino que nos sobrepasa absolutamente. Por un lado, Dios engendra a su Hijo a partir de él mismo; por el otro, una virgen lo concibió por intervención de Dios… Por un lado, nace para crear la vida; por el otro, para quitar la muerte. Allí, nace de su Padre; aquí, nace a través de los hombres. Por ser engendrado por el Padre, es el origen del hombre; por su nacimiento humano, libera al hombre. Ni una ni otra forma de nacimiento se pueden expresar propiamente y al mismo tiempo son inseparables…
Cuando enseñamos que hay dos nacimientos en Cristo, no queremos decir que el Hijo de Dios nace dos veces, sino que afirmamos la dualidad de naturaleza en un solo y único Hijo de Dios. Por una parte, nace lo que ya existía; por otra parte se produce lo que todavía no existía. El bienaventurado evangelista Juan lo afirma con estas palabras: «En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios», y también: «La Palabra se hizo carne».
Así pues, Dios que estaba junto a Dios salió de él, y la carne de Dios que no estaba en él salió de una mujer. Así el Verbo se hizo carne, no de manera que Dios quede diluido en el hombre, sino para que el hombre sea gloriosamente elevado en Dios. Por eso Dios no nació dos veces, sino que hubo dos géneros de nacimientos – a saber el de Dios y el del hombre- por los cuales el Hijo único del Padre ha querido ser al mismo tiempo Dios y hombre en una sola persona: «¿Quién podría contar su nacimiento?» (Is 53,8 Vulg)
San Alfonso María de Ligorio, obispo y doctor de la Iglesia
Meditación:
Meditaciones para la octava de la Epifanía, nº 1.
«Vieron al niño, con María, su madre, y cayendo de rodillas, lo adoraron» (Jn 1,).
Los magos encontraron a una pobre joven con un pobre niño cubierto de pobres mantillas… pero, al entrar en esta gruta, experimentan un gozo que no habían experimentado jamás… el Niño divino se alegra: señal de la satisfacción afectuosa con que acoge las primeras conquistas de su obra redentora. Los santos reyes dirigen seguidamente su mirada a María, la cual no habla; se mantiene en silencio; pero su rostro, que refleja gozo y respira dulzura celestial, da muestras de darles buena acogida y que les agradece el hecho de haber sido los primeros en reconocer quien es su Hijo: su soberano Señor…
Niño digno de amor, te veo en esta gruta acostado sobre la paja, bien pobre y despreciado; pero la fe me enseña que tú eres mi Dios bajado del cielo para mi salvación. Te reconozco como mi soberano Señor y mi Salvador; te proclamo como a tal pero no tengo nada para ofrecerte. No tengo el oro del amor puesto que amo las cosas de este mundo; sólo amo mis caprichos en lugar de amarte a ti, infinitamente digno de amor. Tampoco tengo el incienso de la oración porque, por desgracia, he vivido sin pensar en ti. Tampoco tengo la mirra de la mortificación, puesto que, por no haberme abstenido de placeres miserables, he entristecido numerosas veces a tu bondad infinita. ¿Qué puedo ofrecerte, pues? Jesús mío, te ofrezco mi corazón, muy sucio, completamente desprovisto como está: acéptalo y cámbialo, puesto que has venido hasta nosotros para lavar con tu sangre nuestros corazones culpables, y así transformarnos de pecadores en santos. Dame, pues, de este oro, de este incienso, de esta mirra que me falta. Dame el oro de tu santo amor; dame el incienso, el espíritu de oración; dame la mirra, el deseo y las fuerzas para mortificarme en todo lo que no te complace…
Oh Virgen santa, tú has acogido a los piadosos reyes magos con vivo afecto y les has llenado: dígnate acogerme y consolarme también a mí, que siguiendo su ejemplo, vengo a visitar y ofrecerme a tu Hijo.
San Clemente de Alejandría
Homilía:
Homilía «¿Cuál es el rico que puede ser salvado?», 37.
«A cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre» (Jn 1,).
Contempla los misterios del amor y verás «el seno del Padre» que sólo «el Hijo único nos lo ha contado» (Jn 1,18). Dios mismo es amor (1Jn 4,8) y por eso mismo se ha dejado ver por nosotros. En su ser indecible, es Padre; en su compasión para con nosotros, es Madre. Es amando que el Padre se nos presenta también femenino.
La prueba más asombrosa es Aquél que él engendra de sí mismo. Y este Hijo, fruto del amor, es amor. Es por causa de ese mismo amor que él mismo descendió. Por causa de este amor ha revestido nuestra humanidad. Por causa de este amor, libremente, sufrió todo lo que libera la condición humana. Así, haciéndose según la medida de nuestra debilidad, a nosotros, a los que amaba, nos ha dado, a cambio, la medida de su fuerza. Hasta el punto de ofrecerse a sí mismo como sacrificio y dándose él mismo como precio de nuestra redención, nos dejó un testamento nuevo: «Os doy mi amor» (cf Jn 13,24; 14,27). ¿Cuál es este amor? ¿Qué valor tiene? Por cada uno de nosotros «ha entregado su vida» (1Jn 3,16), una vida más preciosa que el universo entero.
Julián de Vézelay, monje benedictino
Homilía:
Sermón 1 sobre la Navidad: SC 192, 45.52.60.
«La Palabra era la luz verdadera» (Jn 1,).
“Venga también ahora la Palabra del Señor a quienes la esperamos en silencio. Un silencio sereno lo envolvía todo, y al mediar la noche su carrera, tu Palabra todopoderosa descendió desde el trono real de los cielos.” (Sb 18, 14-15) Este texto de la Escritura se refiere a aquel sacratísimo tiempo en que la Palabra todopoderosa de Dios vino a nosotros para anunciarnos la salvación, descendiendo del seno y del corazón del Padre a las entrañas de una madre…
Así pues, todo estaba en el más profundo silencio: callaban en efecto los profetas que lo habían anunciado, callaban los apóstoles que habían de anunciarlo. En medio de este silencio que hacía de intermediario entre ambas predicaciones, se percibía el clamor de los que ya lo habían predicado y el de aquellos que muy pronto habían de predicarlo… Con expresión feliz se nos dice que en medio del silencio vino el mediador entre Dios y los hombres: hombre a los hombres, mortal a los mortales, para salvar con su muerte a los muertos.
Y ésta es mi oración: que venga también ahora la Palabra del Señor a quienes le esperamos en silencio; que escuchemos lo que el Señor Dios nos dice en nuestro interior. Callen las pasiones carnales y el estrépito inoportuno; callen también las fantasías de la loca imaginación, para poder escuchar atentamente lo que nos dice el Espíritu, para escuchar la voz que nos viene de lo alto. Pues nos habla continuamente con el Espíritu de vida y se hace voz sobre el firmamento que se cierne sobre el ápice de nuestro espíritu; pero nosotros, que tenemos la atención fija en otra parte, no escuchamos al Espíritu que nos habla.
San Agustín, obispo y doctor de la Iglesia
Sermón:
Sermón 293, 5.
«Hemos visto su gloria» (Jn 1,).
Cristo debía venir en nuestra carne; era él, no otro, ni un ángel ni un mensajero, era Cristo mismo que tenía que venir para salvarnos (Is 35,4)… Había de nacer en una carne mortal: un niño pequeño, recostado en un pesebre, envuelto en pañales, amamantado; un niño que crecía con los años y al final murió cruelmente. Todo esto es testimonio de su profunda humildad. ¿Quién nos da estos ejemplos de humildad? El Dios altísimo.
¿Cuál es su grandeza? No la busques en la tierra, sube más allá de los astros. Cuando llegues a las regiones celestiales, oirás decir: sube más arriba. Cuando hayas llegado hasta los tronos y dominaciones, principados y potestades (Col 1,16) aún oirás: sube más arriba, nosotros somos meras criaturas; “Todo fue hecho por ella” (Jn 1,3) Levántate, pues, por encima de toda criatura, de todo lo que ha sido formado, de todo lo que ha recibido su existencia, de todos los seres cambiantes, corporales o espirituales. En una palabra, por encima de todo. Tu vista no llega alcanzar la meta. Es por la fe que te tienes que elevar, ya que ella te conduce hasta el creador… Entonces contemplarás “la Palabra que estaba en el principio”…
“La Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. Todo fue hecho por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto llegó a existir. En ella estaba la vida” (Jn 1, 1-4).
Esta Palabra ha bajado hasta nosotros. ¿Qué éramos nosotros? ¿Merecíamos que llegara hasta nosotros? No, éramos indignos de su compasión, pero la Palabra se compadeció de nosotros.
San Román, el Melódico
Himno:
Himno 13, La Natividad del Señor: SC 110, 143ss.
«La Palabra era Dios….y la Palabra se hizo carne» (Jn 1,1ss).
Escuchad, pastores, las trompetas… La Palabra se ha hecho carne, Dios se ha manifestado al mundo! Y vosotras, hijas de reyes, entrad en el gozo de la Madre de Dios (cf Sal 44) Pueblos todos, decid: Bendito eres tú, nuestro Dios, nacido hoy, gloria a ti!
La Virgen que no tenía relación con ningún hombre (Lc 1,34) ha engendrado la alegría, la tristeza ancestral ya no existe. Hoy ha nacido el Increado, aquel que el mundo no puede abarcar . Hoy, la alegría se ha manifestado a los homb res; hoy el error ha sido echado fuera. Pueblos, digamos: “Bendito eres tú, nuestro Dios, recién nacido, gloria a ti.!”
Pastores…, cantad al Señor que nace en Belén…, aquel que rescata el mundo. La maldición sobre Eva ha sido revocada, gracias a aquel que ha nacido de la Virgen…. “Batid palmas, aclamad con entusiasmo!” (Sal 46) Hagamos un coro con los ángeles. El Señor ha nacido de la Virgen María para “sostener a los que caen y levantar a los que desfallecen.” (Sal 144,14), los que gritan con gozo: “Bendito eres tú, nuestro Dios, recién nacido, gloria ti!”
El autor de la Ley se ha encarnado bajo la Ley (Gal 4,4) el Hijo eterno ha nacido de la Virgen, el Creador del universo está recostado en un pesebre. Aquel a quien el Padre engendra sin principio, sin madre en el cielo, ha nacido de la Virgen, sin padre en la tierra. Pueblos, digamos: “Bendito eres tú, nuestro Dios, recién nacido, gloria ti!”
En verdad, la alegría viene del nacimiento en el establo. Hoy los coros angélicos se alegran; todas las naciones celebran a la Virgen inmaculada; nuestro padre Adán se regocija porque hoy ha nacido del Salvador. Pueblos, digamos: “Bendito eres tú, nuestro Dios, recién nacido, gloria ti!”
Juan Taulero, dominico en Estrasburgo
Sermón:
Sermón para Navidad.
«La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre» (Jn 1,9).
“Cuando un silencio profundo envolvía el universo y la noche llegaba a la mitad de su carrera, la Palabra del Todopoderoso bajó del cielo…” (Sap 18,14-15) Hoy se trata de esta Palabra… ¿Cuál es el lugar donde Dios viene a pronunciar su palabra y a engendrar a su Hijo? El corazón en donde se tiene que realizar este nacimiento tiene que ser puro, vivir una vida interior intensa, en unión profunda con Dios. Si no se dispersa hacia el exterior sino que se mantiene recogido, unido a Dios en lo más hondo de su ser, Dios lo elige para habitar en él.
¿Cómo cooperar a este nacimiento, esta inspiración misteriosa del Verbo? ¿Cómo merecer que se cumpla en nosotros? ¿Hay que prepararse por medio de imágenes y pensamientos sobre Dios? ¿Puede uno apresurar este nacimiento dentro de sí? Al contrario, ¿vale más vaciarse de todo pensamiento, de toda palabra, de toda acción y de toda imagen y estar ante Dios en el silencio total para dejar que él obre en nosotros?… La Palabra misma nos responde: “En medio del silencio me fue dirigida una palabra secreta…” (Jb 4,16)
¡Recógete, pues, si puedes, olvida todo en la oración, libérate de imágenes que se acumulan en tu interior! Cuanto más olvides todo lo demás, tanto más capaz eres de recibir esta Palabra tan misteriosa… ¡Huye de las actividades y de los pensamientos que te agitan porque te impiden la paz interior. Para que Dios hable por su Verbo dentro de nosotros, hace falta que estemos en paz y en silencio interiores. Entonces, nos puede dar a escuchar su Palabra. El hablará a sí mismo en nosotros.
Texto extraído de http://www.deiverbum.org