Lucas 12, 49-53 – Evangelio comentado por los Padres de la Iglesia
49 He venido a prender fuego a la tierra, ¡y cuánto deseo que ya esté ardiendo! 50 Con un bautismo tengo que ser bautizado, ¡y qué angustia sufro hasta que se cumpla! 51 ¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, sino división. 52 Desde ahora estarán divididos cinco en una casa: tres contra dos y dos contra tres; 53 estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra su nuera y la nuera contra la suegra».
Sagrada Biblia, Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española (2012)
San Ambrosio
49. A los administradores -esto es, a los sacerdotes- es a quienes parece referirse lo que precede, para que sepan que habrán de padecer terriblemente en la otra vida, si cuidándose sólo de las diversiones mundanas, se olvidan de gobernar bien la grey del Señor que les ha sido encomendada. Pero como el separarse del error por miedo al castigo es poco adelanto, así es mayor la prerrogativa de la caridad y del amor. Por esto el Señor los excita a desear poseer a Dios, diciendo: «He venido a arrojar un fuego sobre la tierra.» No aquél que consume los bienes, sino el que produce la buena voluntad que mejora los vasos de oro de la casa del Señor y reduce a cenizas el heno y la paja.
50. «Con un bautismo tengo que ser bautizado…» La misericordia del Señor es tan grande, que dice que lo obliga el deseo de infundirnos la devoción y consumar nuestra perfección, como también de apresurar su pasión por nosotros. Por esto sigue: «… y ¡qué angustiado estoy hasta que se cumpla!»Dicen algunos códices coangor, esto es, me entristezco. No teniendo en sí nada que lo aflija, se aflige por nuestras desgracias y en el tiempo de la muerte mostraba tristeza que no tenía por miedo de su muerte, sino por la tardanza de nuestra redención: así que se angustia hasta que llega el momento, pero una vez que ha llegado se tranquiliza, porque no es la muerte lo que teme sino la condición de la naturaleza corporal. Habiendo asumido la naturaleza humana debía pues sufrir todo lo que es propio del cuerpo, como tener hambre, afligirse y contristarse. Pero la divinidad no puede inmutarse por estos afectos. Manifiesta también que en la lucha de la pasión la muerte del cuerpo fue el término de su angustia y no aumento de su dolor.
52-53. « Porque desde ahora habrá cinco en una casa y estarán divididos; tres contra dos, y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre; la madre contra la hija y la hija contra la madre; la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra.» Aunque parece un hecho la subordinación entre seis personas (la del padre y del hijo, de la madre y de la hija, de la suegra y de la nuera), sólo se dice de cinco, porque la madre y la suegra suelen ser una sola persona: la que es madre del hijo es nuera de la mujer.
En sentido místico, esta casa es el hombre. Leemos con frecuencia que el cuerpo y el alma son dos. Ahora, si están conformes los dos constituyen uno solo: uno que sirve al otro que manda. Las afecciones del alma son tres: una razonable, otra concupiscible y la tercera irascible. Por lo tanto, dos se dividen contra tres y tres contra dos. Porque después de la venida de Jesucristo, el hombre que era irracional se hizo racional. Éramos carnales y terrenos, mandó el Señor su espíritu a nuestros corazones (Gál 4) y nos hicimos sus hijos espirituales. También podemos decir que en esta casa hay otros cinco, esto es: el olor, el tacto, el gusto, la vista y el oído. Por tanto, si según lo que oímos o leemos por el oído y la vista, rechazamos las voluptuosidades superfluas del cuerpo que se perciben por el gusto, el tacto y el olor, dividimos dos contra tres; porque el alma no cede a los halagos del vicio. Por el contrario, si admitimos los cinco sentidos corporales, los vicios del cuerpo y los pecados se dividen. Pueden también verse separadas la carne y el alma por el olor, el tacto y el gusto de la lujuria. Porque la razón, como más viril, se inclina a los afectos nobles, mientras que la carne trata de ablandar a la razón. Tal es el origen de las diversas pasiones voluptuosas. Pero cuando el alma vuelve sobre sí, reniega de estos herederos degenerados, la carne se duele ciertamente de estar unida a sus pasiones que ella misma engendró y que son como los zarzales del mundo y la voluptuosidad, como nuera, digámoslo así, del cuerpo y del alma, desposa estos movimientos de las malas pasiones. Todo el tiempo que en una casa existe la armonía indivisible por la mancomunidad de los vicios, no se ve, pues, ninguna división en ella. Pero cuando Jesucristo envió a la tierra el fuego que consume los delitos del corazón, o la espada con que penetra sus secretos, entonces el cuerpo y el alma, renovados por los misterios de la regeneración, rompieron su unión con su descendencia. Y por esto, los padres se separan de los hijos cuando el intemperante renuncia a la intemperancia y el alma rechaza el consorcio con la culpa. Los hijos se insurreccionan también contra los padres cuando, renovados los hombres, abandonan sus antiguos vicios y la voluptuosidad rechaza la norma de la piedad, como el adolescente rehúye la disciplina de una casa seria.
San Cirilo, in Cat. graec. Patr
49-50. «He venido a arrojar un fuego sobre la tierra.» En algunas ocasiones en la Sagrada Escritura se acostumbra llamar fuego a la palabra sagrada y divina, porque así como los que quieren purificar el oro y la plata les quitan toda la escoria con el fuego, así el Salvador, por la palabra evangélica en la virtud del Espíritu, purifica la inteligencia de los que creen en El. Este es el fuego saludable y útil por el cual los moradores de la tierra, de algún modo fríos y endurecidos por el pecado, se calientan y enardecen por la vida santa.
El Señor atizaba el incendio de este fuego. Por lo que prosigue: «Y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!» Creían ya algunos de Israel -de los que los primeros fueron los discípulos-, pero este fuego, una vez encendido en Judea, debía extenderse por todo el mundo cuando hubiese terminado su pasión. Por lo que sigue: «Con un bautismo tengo que ser bautizado…» Y como antes de la pasión y de su resurrección de entre los muertos, sólo se hacía mención de su doctrina y de sus milagros en Judea, después que los impíos mataron al autor de la vida, dijo a sus discípulos (Mt 28,19): “Id y enseñad a todas las gentes”.
51-52. ««¿Creéis que estoy aquí para dar paz a la tierra? No, os lo aseguro, sino división.» ¿Qué dices, Señor? ¿No has venido a dar la paz, cuando eres nuestra paz (Ef 2), estableciendo la unión entre el cielo y la tierra por tu cruz (Col 1), tú que has dicho: “Os doy mi paz” (Jn 14,27)? Pero es bien sabido que la paz es útil, como también puede ser dañosa y separar del amor divino, que es por lo que toleramos a los que se alejan de Dios y por lo cual se enseñó a los fieles que evitasen el trato con los mundanos. Por esto sigue: «Porque desde ahora habrá cinco en una casa y estarán divididos; tres contra dos, y dos contra tres…»
Beda
50. «Con un bautismo tengo que ser bautizado…» Es decir, primero debo ser bañado con la propia sangre que yo he de derramar y así he de inflamar los corazones de los que creen con el fuego del Espíritu Santo.
51. Manifiesta cómo la tierra ha de ser abrasada después del bautismo de su pasión y de la venida del fuego espiritual, añadiendo: ««¿Creéis que estoy aquí para dar paz a la tierra? No, os lo aseguro, sino división.»
52-53. «Porque desde ahora habrá cinco en una casa y estarán divididos; tres contra dos, y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre; la madre contra la hija y la hija contra la madre; la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra.» Podemos decir que tres representa a los que creen en el misterio de la Santísima Trinidad y dos a los infieles que prescinden de la unidad de la fe. El padre es el diablo, cuyos hijos somos cuando lo imitamos. Pero después que vino aquel fuego celestial, nos separó unos de otros y nos dio a conocer a otro Padre que habita en los cielos. La madre es la sinagoga. La hija es la Iglesia primitiva, que sufrió persecución en su fe por la misma sinagoga, de quien desciende y que la contradijo con la verdad de su fe. La suegra es la sinagoga. La nuera es la Iglesia de los gentiles, porque Jesucristo, esposo de la Iglesia, es hijo de la sinagoga, según la carne. La sinagoga, por tanto, se divide contra la nuera y contra la hija, a quienes persigue en los que creen de uno y otro pueblo. Y ellas están divididas contra la suegra y la madre, porque no quieren recibir la circuncisión carnal.
Otros padres
49. Debe entenderse que vino del cielo, porque si hubiere venido de la tierra a la tierra, no diría: «He venido a arrojar un fuego sobre la tierra.» (Tito Bostrense)
49. «He venido a arrojar un fuego sobre la tierra.»El fuego se manda a la tierra cuando el soplo abrasador del Espíritu Santo libra al espíritu humano de sus deseos carnales. Llora lo malo que ha hecho cuando es inflamado en el amor espiritual y así arde la tierra cuando el corazón del pecador se consume en el dolor de la penitencia, acusado por su conciencia (San Gregorio, sup. Ezech., hom. 12).
Ahora llama tierra no precisamente a la que pisamos con los pies, sino a la que El formó con sus manos, es decir el hombre, en quien Dios infunde su fuego para consumir el pecado y renovar su alma (Crisóstomo, in eadem Cat. graec).
52. «Porque desde ahora habrá cinco en una casa y estarán divididos; tres contra dos, y dos contra tres…» Con esto dice lo que habría de suceder. Podría acontecer que en una misma casa hubiera alguno que fuese fiel y que su padre quisiese llevarlo a la infidelidad. Pero prevaleció tanto la fuerza de la doctrina de Jesucristo, que los hijos abandonaban a sus padres, las hijas a las madres y los padres a los hijos. Convino, pues, que los fieles de Jesucristo no sólo desprecien lo propio, sino también que lo sufran todo, con tal de que no abandonen la fe. Si El hubiese sido un puro hombre, ¿cómo hubiera podido pensar que los padres habían de amarlo más que a sus hijos, los hijos más que a sus padres, los maridos más que a sus mujeres, y esto no en una casa o cien, sino en todo el mundo? Y no sólo predijo esto, sino también lo enseñó con la obra (Crisóstomo, in eadem Cat. graec).
San Ambrosio, obispo.
Tratado: Cristo no vino a traer un fuego que destruye
Tratado sobre San Lucas, n. 7, 131-132.134: SC 52.
«¿Pensáis que he venido a traer la paz al mundo? No, sino la división» (Lc 12,)
“He venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo!” El Señor quiere que seamos vigilantes, esperando de un momento a otro la venida del Salvador… Pero como el provecho es poco y débil el mérito cuando es el temor al suplicio lo que nos aparta del camino errado, porque el amor tiene un valor superior, por esto el Señor mismo…..inflama nuestro deseo de Dios cuando dice: “He venido a prender fuego en el mundo “. Desde luego no un fuego que destruye, sino aquel que genera una voluntad dispuesta, aquel que purifica los vasos de oro de la casa del Señor, consumiendo la paja (1 Cor 13,12ss) limpiando toda ganga del mundo, acumulada por el gusto de los placeres mundanos, obra de la carne que tiene que perecer.
Este fuego es el que quema los huesos de los profetas, como lo declara Jeremías: “Era dentro de mí como un fuego devorador encerrado en mis huesos.” (Jr 20,9) Pues hay un fuego del Señor del que se dice: “delante de él avanza fuego” (Sl 96,3) El Señor mismo es como un fuego “la zarza estaba ardiendo pero no se consumía.” (Ex 3,2) El fuego del Señor es luz eterna; en este fuego se encienden las lámparas de los fieles: “Tened ceñida la cintura y las lámparas encendidas” (Lc 12,35) Porque los días de esta vida todavía son noche oscura y es necesaria la lámpara. Este fuego es el que, según el testimonio de los discípulos de Emaús, encendió el mismo Señor en sus corazones: “No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?” (Lc 24,32) Los discípulos nos enseñan con claridad cómo actúa este fuego que ilumina el fondo del corazón humano. De ahí que el Señor llegará con fuego (cf Is 66,15) para consumir los vicios en el momento de la resurrección, colmar con su presencia el deseo de todo hombre y proyectar su luz sobre los méritos y misterios.
«¿Pensáis que he venido a traer la paz al mundo? No, sino la división. En adelante una familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra tres…» En casi todos los pasajes del Evangelio el sentido espiritual juega un papel importante; pero sobre todo en este pasaje es necesario buscar la profundidad espiritual en el entramado del sentido a fin de que no sea repelido por la dureza de una explicación simplista… ¿Cómo él mismo dice: «Mi paz os doy, mi paz os dejo» (Jn 14,27) si vino a separar los padres de sus hijos, los hijos de sus padres, rompiendo los lazos que los unen? ¿Cómo puede ser llamado «maldito el que honra a su padre» (Dt 27,16), y fervoroso si le abandona?
Si comprendemos que la religión está en primer lugar y la piedad filial en segundo, veremos que esta cuestión queda iluminada; en efecto, es preciso que lo humano dé paso a lo divino. Porque si tenemos deberes para con nuestros padres, ¡cuánto más con el Padre de los padres a quien debemos estar agradecidos por el don de nuestros padres!… No dice, pues, que hayamos de renunciar a los que amamos, sino que Dios sea preferido a todos. Por otra parte encontramos en otro libro: «El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí» (Mt 10,37). No te está prohibido amar a tus padres, per sí preferirlos a Dios. Porque las relaciones naturales son beneficios del Señor, y nadie debe amar a los beneficios recibidos más que a Dios que preserva los bienes que da.
Pedro de Blois
Sermón: Signos del Espíritu Santo.
Sermón 25 : PL 207, 635-637 (Liturgia de las Horas).
«He venido a prender fuego en el mundo» (Lc 12,49).
Cristo, que recibió el Espíritu sin medida, dio dones a los hombres y no cesa de repartirlos. De su plenitud todos hemos recibido, y nada se libra de su calor. Tiene una hoguera en Sión, un horno en Jerusalén. Este es el fuego que Cristo ha venido a prender en el mundo. Por eso también se apareció en lenguas de fuego sobre los apóstoles, para que una ley de fuego fuera predicada por lenguas de fuego. De este fuego dice Jeremías: Desde el cielo ha lanzado un fuego que se me ha metido en los huesos. Porque en Cristo el Espíritu Santo habitó plena y corporalmente. Y es él quien derramó de su Espíritu sobre todos: En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común. Y añade: Hay diversidad de dones, hay diversidad de servicios y hay diversidad de funciones, pero un mismo y único Espíritu que reparte a cada uno en particular como a él le parece.
En función de esta diversidad de carismas el Espíritu es designado a veces como fuego, otras como óleo, como vino o como agua. Es fuego porque siempre inflama en el amor, y porque una vez que prende no deja de arder, esto es, de amar ardientemente. He venido —dice— a prender fuego en el mundo: ¡y ojalá estuviera ya ardiendo! El Espíritu Santo es óleo en razón de sus diversas propiedades. Es connatural al aceite flotar sobre todos los demás líquidos. Así también la gracia del Espíritu Santo, que con su amor generoso desborda los méritos y deseos de los que le suplican, es más excelente que todos los dones y que todos los bienes. El aceite es medicinal, porque mitiga los dolores; y también el Espíritu Santo es verdadera-mente óleo, porque es el Consolador. El aceite por naturaleza no puede mezclarse; y el Espíritu Santo es una fuente con la que ninguna otra puede entrar en comunión.
Tenemos, pues, que el Espíritu Santo es designado unas veces como fuego y otras como óleo. En efecto, dos veces les fue dado el Espíritu a los apóstoles: la primera antes de la pasión, y la segunda después de la resurrección. Observa lo grande que es en ellos la fuente del ardor: no basta con verter aceite, hay que calentarlo; no basta con acercar el fuego, hay que rociar el fuego con aceite. Inflamados por este fuego los discípulos, salieron del consejo contentos, gloriándose en las tribulaciones. El lengua-je del príncipe de los apóstoles era éste: Dichosos vos-otros, si tenéis que sufrir por Cristo. Se os ha dado —dice— la gracia no sólo de creer en Jesucristo, sino también de padecer por él.
El Espíritu Santo es vino que alegra el corazón del hombre. Este vino no se echa en odres viejos. El Espíritu Santo es agua: El que tenga sed —dice—, que venga a mí; el que cree en mí, que beba. El Espíritu Santo es más dulce que la miel: oremos, pues, con espíritu de humildad, al Espíritu Santo, para que derrame sobre nuestros corazones el rocío de su bendición, la llovizna de sus dones espirituales y una lluvia copiosa para lavar nuestras conciencias; infunda el aceite de júbilo y el incendio de su amor en nuestros corazones Jesucristo, a quien el Padre ungió, en quien depositó la plenitud de la unción y de la bendición, para que todos recibiéramos de su plenitud. A él el honor y la gloria por los siglos de los siglos. Amén.
Dionisio el Cartujo, monje
Comentario: Saludable división.
Comentario al evangelio de Lucas; Opera omnia, 12, 72.
«¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra» (Lc 12,51).
«¿Pensáis que he venido a traer al mundo la paz?» Es como si Cristo dijera: «No penséis que he venido a dar a los hombres la paz según la carne y este mundo de aquí abajo, la paz sin ninguna regla, que les haría vivir en armonía con el mal y les aseguraría la prosperidad en esta tierra. No, os lo digo, no he venido a traer una paz de este género sino la división, una buena y saludable separación de los espíritus e incluso de los cuerpos. Así, los que creen en mí, puesto que aman a Dios y buscan la paz interior, se encontraran, naturalmente, en desacuerdo con los malvados; se separarán de los que intentan alejarlos del progreso espiritual y de la pureza del amor divino, o bien se esfuerzan en crearles dificultades».
La paz espiritual, pues, la paz interior, la buena paz, es la tranquilidad del alma en Dios, y la buena armonía según el justo orden. Cristo vino, ante todo, a traer esta paz… La paz interior tiene su fuente en el amor. Consiste en un gozo inalterable del alma que está en Dios. Se le llama la paz del corazón. Es el comienzo y un anticipo de la paz de los santos que están en la patria, de la paz de la eternidad.
Isaac el Sirio, monje
Discurso: Fuego que purifica.
Discursos ascéticos, 1ª serie, n°2.
«He venido a traer fuego a la tierra» (Lc 12,49).
Hazte violencia (cf Mt 11,12), esfuérzate en imitar la humildad de Cristo, a fin de que se encienda cada vez más el fuego que prendió en ti, este fuego que consume todos los impulsos de este mundo que destruyen al hombre nuevo y que manchan las moradas del Señor santo y poderoso. Porque yo afirmo con san Pablo que “somos templo de Dios” (2Co 6,16). Purifiquemos pues su templo, “como él mismo es puro” (1Jn 3,3), con el fin de que tenga el deseo de permanecer allí; santifiquémoslo, como él mismo es santo (1P 1,16); adornémoslo de muchas obras buenas y dignas.
Llenemos el templo del descanso de su voluntad, como de un perfume, por la oración pura, la oración del corazón que es imposible adquirir entregándose a los continuos impulsos de este mundo. Así la nube de su gloria cubrirá tu alma, y la luz de su grandeza brillará en tu corazón (cf 1R 8,10). Todos los que permanezcan en la casa de Dios se llenarán de alegría y se regocijarán. Pero los insolentes y los desleales desaparecerán bajo la llama del Espíritu Santo.
San Juan Pablo II, papa
Catequesis (14-09-1983): Muerte voluntaria.
Audiencia general, 14 de Septiembre de 1983.
1. […] De los Evangelios resulta claro que Jesús fue al encuentro de la muerte voluntariamente. “Tengo que recibir un bautismo y ¡cómo me siento angustiado hasta que se cumpla!” (Lc 12, 50; cf. Mc 10, 39; Mt 20, 23). Podía haberlo evitado huyendo como algunos profetas perseguidos, por ejemplo Elías y otros. Pero Jesús quiso “subir a Jerusalén”, “entrar en Jerusalén”, purificar el templo, celebrar la última Cena pascual con los suyos, acudir al huerto de los Olivos “para que el mundo supiera que amaba al Padre y hacía lo que el Padre le había mandado” (cf. Jn 14. 31).
Es también cierto e innegable que fueron los hombres los responsables de su muerte. “Vosotros le entregasteis y negasteis en presencia de Pilato —declara Pedro ante el pueblo de Jerusalén— cuando éste juzgaba que debía soltarlo. Vosotros negasteis al Santo y al Justo y pedisteis que se os hiciera gracia de un homicida. Disteis muerte al príncipe de la vida” (Act 3, 13-14). Tuvieron responsabilidad los romanos y los jefes de los judíos y, realmente, lo pidió una masa astutamente manipulada.
2. Casi todas las manifestaciones del mal, del pecado y del sufrimiento se hicieron presentes en la pasión y muerte de Jesús: el cálculo, la envidia, la vileza, la traición, la avaricia, la sed de poder, la violencia, la ingratitud por una parte y abandono por otra, el dolor físico y moral, la soledad, la tristeza y el desaliento, el miedo y la angustia. Recordemos las lacerantes palabras de Getsemaní: “Triste está mi alma hasta la muerte” (Mc 14, 34); y “lleno de angustia, refiere San Lucas, oraba con más insistencia; y sudó como gruesas gotas de sangre, que corrían hasta la tierra” (Lc 22, 44).
La muerte de Jesús fue ejemplo eximio de honradez, coherencia y fidelidad a la verdad hasta el supremo sacrificio de sí. Por ello, la pasión y muerte de Jesús son siempre el emblema mismo de la muerte del justo que padece heroicamente el martirio para no traicionar su conciencia ni las exigencias de la verdad y la ley moral. Ciertamente la pasión de Cristo no cesa de asombrarnos por los ejemplos que nos ha dado. Lo constataba ya la Carta de San Pedro (cf. 1 Pe 2, 20-23).
4. […] No hay duda de que Jesús concibió su vida y su muerte como medio de rescate (lytron) de los hombres. Nos hallamos en el corazón del misterio de la vida de Cristo. Jesús quiso darse por nosotros. Como escribió San Pablo, “Me amó y se entregó por mí” (Gál 2, 20).
Catequesis (05-10-1988): La misión de Jesús es morir.
Audiencia general, 5 de Octubre de 1988.
1. […]El Símbolo (el Credo) pone de relieve el hecho de que la muerte de Cristo en la cruz ha ocurrido como sacrificio por los pecados y se ha convertido, por ello, en “precio” de la redención del hombre: “Por nuestra causa fue crucificado”, “por nosotros los hombres y por nuestra salvación”.
Resulta espontáneo preguntarse qué conciencia tuvo Jesús de esta finalidad de su misión: cuándo y cómo percibió la vocación a ofrecerse en sacrificio por los pecados del mundo.
A este respecto, es necesario decir de antemano que no es fácil penetrar en la evolución histórica de la conciencia de Jesús: el Evangelio hace alusión a ella (cf. Lc 2, 52), pero sin ofrecer datos precisos para determinar las etapas.
Muchos textos evangélicos documentan esta conciencia, ya clara, de Jesús, sobre su misión: una conciencia en tal forma viva, que reacciona con vigor y hasta con dureza a quien intentaba, incluso por afecto hacia Él, apartarle de ese camino: como ocurrió con Pedro al que Jesús no dudó en oponerle su “¡Vade retro Satanás!” (Mc 8, 33).
2. Jesús sabe que será bautizado con un “bautismo” de sangre (cf. Lc 12, 50), aún antes de ver que su predicación y comportamiento encuentran la oposición y suscitan la hostilidad de los círculos de su pueblo que tienen el poder de decidir su suerte. Es consciente de que sobre su cabeza pende un “oportet” correspondiente al eterno designio del Padre (cf. Mc 8, 31), mucho antes de que las circunstancias históricas lleven a la realización de lo que está previsto, Jesús, sin duda, se abstiene por algún tiempo de anunciar esa muerte suya, aún siendo consciente de su mesianidad, desde el principio, como lo testifica su autopresentación en la sinagoga de Nazaret (cf. Lc 4, 16-21); sabe que la razón de ser de la Encarnación, la finalidad de su vida es la contemplada en el eterno designio de Dios sobre la salvación. “El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos” (Mc 10, 45).
7. [Pero] cuando Jesús anuncia su pasión y muerte, procura hablar también de la resurrección que sucederá “el tercer día”. Es un añadido que no cambia en absoluto el significado esencial del sacrificio mesiánico mediante la muerte en cruz, sino que pone de relieve su significado salvífico y vivificante. Digamos, desde ahora, que esto pertenece a la más profunda esencia de la misión de Cristo: el Redentor del mundo es aquel en quien se debe llevar a cabo la “pascua”, es decir, el paso del hombre a una nueva vida en Dios.
8. En este mismo espíritu Jesús forma a sus Apóstoles y traza la prospectiva en que deberá moverse su futura Iglesia. Los Apóstoles, sus sucesores y todos los seguidores de Cristo, tras las huellas del Maestro crucificado, deberán recorrer el camino de la cruz: “Os entregarán a los tribunales, seréis azotados en las sinagogas y compareceréis ante gobernadores y reyes por mi causa para que deis testimonio ante ellos” (Mc 13, 9). “Os entregarán a la tortura y os matarán, y seréis odiados de todas las naciones por causa de mi nombre” (Mt 24, 9). Pero ya sea a los Apóstoles o a los futuros seguidores, que participarán en la pasión y muerte redentora de su Señor, Jesús también preanuncia: “En verdad, en verdad os digo: …Estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo” (Jn 16, 20). Tanto los Apóstoles como la Iglesia están llamados, en todas las épocas, a tomar parte en el misterio pascual de Cristo en su totalidad. Es un misterio, en el que, del sufrimiento y la “tristeza” del que participa en el sacrificio de la cruz, nace el “gozo” de la nueva vida de Dios.
Catequesis (06-09-1989): Bautismo en el Espíritu.
Audiencia general, 6 de Septiembre de 1989.
[…] 4. Jesús, durante su ministerio, habla de su pasión y muerte como un bautismo que Él mismo debe recibir: un bautismo, porque deberá sumergirse totalmente en el sufrimiento, simbolizado también por el cáliz que ha de beber (cf. Mc 10, 38; 14, 36); pero un bautismo vinculado por Jesús con el otro símbolo del fuego, que Él vino a traer a la tierra (Lc 12, 49-50): fuego, en el que es bastante fácil entrever al Espíritu Santo que “colma” su humanidad y que un día, después del incendio de la cruz, se extenderá por el mundo como propagación del bautismo de fuego, que Jesús desea tan intensamente recibir, que se encuentra angustiado hasta que se haya realizado en él (cf. Lc 12, 50).
5. Escribí en la Encíclica Dominum et Vivificantem: “En el Antiguo Testamento se habla varias veces del ‘fuego del cielo’, que quemaba los sacrificios presentados por los hombres. Por analogía se puede decir que el Espíritu Santo es el ‘fuego del cielo’ que actúa en lo más profundo del misterio de la cruz… Como amor y don, desciende, en cierto modo, al centro mismo del sacrificio que se ofrece en la cruz. Refiriéndonos a la Tradición bíblica podemos decir: Él consuma este sacrificio con el fuego del amor, que une al Hijo con el Padre en la comunión trinitaria. Y dado que el sacrificio de la cruz es un acto propio de Cristo, también en este sacrificio Él ‘recibe’ el Espíritu Santo. Lo recibe de tal manera que después ―Él solo con Dios Padre― puede ‘darlo’ a los Apóstoles, a la Iglesia, y a la humanidad. Él solo lo ‘envía’ desde el Padre. Él solo se presenta ante los Apóstoles reunidos en el Cenáculo, ‘sopla sobre ellos’ y les dice: ‘Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados’ (Jn 20, 23)” (n. 41).
6. Así encuentra su realización el anuncio mesiánico de Juan en el Jordán: “Él os bautizará en Espíritu Santo y fuego” (Mt 3, 11; cf. Lc 3, 16). Aquí encuentra también su realización el simbolismo bíblico, con el que Dios mismo se manifestó como la columna de fuego que guiaba a su pueblo a través del desierto (cf. Ex 13, 21-22), como palabra de fuego por la que “la montaña (del Sinaí) ardía en llamas hasta el mismo cielo” (Dt 4, 11), como luz en el fuego (Is 10, 17), como fuego de ardiente gloria en el amor a Israel (cf. Dt 4, 24). Encuentra realización lo que Cristo mismo prometió cuando dijo que había venido a encender el fuego sobre la tierra (cf. Lc 12, 49), mientras el Apocalipsis dirá de él que sus ojos son como llama de fuego (cf. Ap 1, 14; 2, 18; 19, 12). Se explica así que el Espíritu Santo sea enviado en el fuego (cf. Hch 2, 3). Todo esto sucede en el misterio pascual, cuando Cristo en el sacrificio de la cruz recibe el bautismo con el que Él mismo debía ser bautizado (cf. Mc 10, 38) y en el misterio de Pentecostés, cuando Cristo resucitado y glorificado comunica su Espíritu a los Apóstoles y a la Iglesia.
Por aquel “bautismo de fuego” recibido en su sacrificio, según San Pablo, Cristo en su resurrección se convirtió, como “último Adán”, en “espíritu que da vida” (1 Co 15, 45). Por esto, Cristo resucitado anuncia a los Apóstoles: “Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días” (Hch 1, 5). Por obra del “último Adán”, Cristo, será dado a los Apóstoles y a la Iglesia “el Espíritu que da vida” (Jn 6, 63).
7. El día de Pentecostés se da la revelación de este bautismo: el bautismo nuevo y definitivo, que obra la purificación y la santificación para una vida nueva; el bautismo, en virtud del cual nace la Iglesia en la perspectiva escatológica que se extiende “hasta el fin del mundo” (cf. Mt 28, 20): no sólo la “Iglesia de Jerusalén”, de los Apóstoles y de los discípulos inmediatos del Señor, sino la Iglesia “entera” tomada en su universalidad, que se realiza a través de los tiempos y los lugares de su arraigo terreno.
Las lenguas de fuego que acompañan el acontecimiento de Pentecostés en el Cenáculo de Jerusalén, son el signo de aquel fuego que Jesucristo trajo y encendió sobre la tierra (cf. Lc 12, 49): el fuego del Espíritu Santo.
8. A la luz de Pentecostés también podemos comprender mejor el significado del bautismo como primer sacramento, en cuanto es obra del Espíritu Santo. Jesús mismo había aludido a ello en el coloquio con Nicodemo: “En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios” (Jn 3, 5): En aquel mismo coloquio Jesús alude también a su futura muerte en la cruz (cf. Jn 3, 14-15) y a su exaltación celeste (cf. Jn 3, 13); es el bautismo del sacrificio, del que el bautismo de agua, el primer sacramento de la Iglesia, recibirá la virtud de obrar el nacimiento por el Espíritu Santo y de abrir a los hombres “la entrada al reino de Dios”. En efecto, como escribe San Pablo a los Romanos, “cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte. Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva” (Rm 6, 3-4). Este camino bautismal en la vida nueva tiene inicio el día de Pentecostés en Jerusalén.
9. El Apóstol ilustra más veces el significado del bautismo en sus Cartas (cf. 1 Co 6, 11; Tt 3, 5; 2 Co 1, 22; Ef 1, 13). Él lo concibe como un “baño de peregrinación y de renovación del Espíritu Santo” (Tt 3, 5), heraldo de justificación “en el nombre del Señor Jesucristo” (1 Co 6, 11; cf. 2 Co 1, 22); como un “sello del Espíritu Santo de la Promesa” (Ef 1, 13); como “arras del Espíritu en nuestros corazones” (2 Co 1, 22). Dada esta presencia del Espíritu Santo en los bautizados, el Apóstol recomendaba a los cristianos de entonces y lo repite también a nosotros hoy: “No entristezcáis al Espíritu Santo de Dios, con el que fuisteis sellados para el día de la redención” (Ef 4, 30).
Catequesis (10-04-1991): Recibir el fuego del Espíritu.
Audiencia general, 10 de Abril de 1991.
El Espíritu Santo desarrolla en el creyente todo el dinamismo de la gracia que da la vida nueva, y de las virtudes que traducen esta vitalidad en frutos de bondad. El Espíritu Santo actúa también desde el «seno» del creyente como fuego, según otra semejanza que utiliza el Bautista a propósito del bautismo: «él os bautizará en Espíritu Santo y fuego» (Mt 3, 11); y Jesús mismo sobre su misión mesiánica: «He venido a arrojar un fuego sobre la tierra» (Lc 12, 49). Por ello, el Espíritu suscita una vida animada por aquel fervor que san Pablo recomendaba en la carta a los Romanos: «sed fervorosos en el Espíritu» (12, 11). Es la «llama viva de amor» que pacífica, ilumina, abrasa y consuma, como tan bien explicó san Juan de la Cruz.
4. De esta forma se desarrolla en el creyente, bajo la acción del Espíritu Santo, una santidad original, que asume, eleva y lleva a la perfección la personalidad de cada uno, sin destruirla. Así cada santo tiene su fisonomía propia. Stella differt a stella, se puede decir con san Pablo: «una estrella difiere de otra en resplandor» (1 Co 15, 41): no sólo en la «resurrección futura» a la que se refiere el Apóstol, sino también en la condición actual del hombre, que no es ya sólo psíquico (dotado de vida natural), sino espiritual (animado por el Espíritu Santo) (cf. 1 Co 15, 44 ss.).
La santidad está en la perfección del amor. Y sin embargo varía según la multiplicidad de aspectos que el amor adquiere en las diversas condiciones de la vida personal. Bajo la acción del Espíritu Santo, cada uno vence en el amor el instinto del egoísmo, y desarrolla las mejores fuerzas en su modo original de darse. Cuando la fuerza expresiva y expansiva de la originalidad es muy poderosa, el Espíritu Santo hace que en torno a esas personas (aunque a veces permanezcan escondidas) se formen grupos de discípulos y seguidores. De este modo nacen corrientes de vida espiritual, escuelas de espiritualidad, institutos religiosos, cuya variedad en la unidad es, pues, efecto de esa divina intervención. El Espíritu Santo valora las capacidades de todos en las personas y en los grupos, en las comunidades y en las instituciones, entre los sacerdotes y entre los laicos.
5. De la fuente interior del Espíritu deriva también el nuevo valor de libertad, que caracteriza la vida cristiana. Como dice san Pablo: «donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad» (2 Co 3, 17). El Apóstol se refiere directamente a la libertad adquirida por los seguidores de Cristo respecto a la ley judaica, en sintonía con la enseñanza y la actitud de Jesús mismo. Pero el principio que él enuncia tiene un valor general. Efectivamente, él habla repetidas veces de la libertad como vocación del cristiano: «Hermanos, habéis sido llamados a la libertad» (Ga 5, 13). Y explica bien de qué se trata. Según el Apóstol, «el que camina según el Espíritu» (Ga 5, 13) vive en la libertad, porque no se halla ya bajo el yugo opresor de la carne: «Si vivís según el Espíritu, no daréis satisfacción a las apetencias de la carne» (Ga 5, 16). «Las tendencias de la carne son muerte; mas las del Espíritu, vida y paz» (Rm 8, 6).
Las «obras de la carne», de las que está libre el cristiano fiel al Espíritu, son las del egoísmo y las pasiones, que impiden el acceso al reino de Dios. En cambio, las obras del Espíritu son las del amor: «Contra tales cosas ―observa san Pablo― no hay ley» (Ga 5, 23).
Se deriva de aquí ―según el Apóstol― que «si sois conducidos por el Espíritu, no estáis bajo la ley» (Ga 5, 18). Al escribir a Timoteo, no duda en decir: «La ley no ha sido instituida para el justo» (1 Tm 1, 9). Y santo Tomás explica: «La ley no tiene fuerza coactiva sobre los justos, sino sobre los malos» (I-II, q. 96 a. 5, ad. 1), puesto que los justos no hacen nada contrario a la ley. Más aún guiados por el Espíritu Santo, hacen libremente más de lo que pide la ley (cf. Rm 8, 4; Ga 5, 13-16).
6. Ésta es la admirable conciliación de la libertad y de la ley, fruto del Espíritu Santo que actúa en el justo, como habían predicho Jeremías y Ezequiel al anunciar la interiorización de la ley en la Nueva Alianza (cf. Jr 31, 31-34; Ez 36, 26-27).
«Infundiré mi Espíritu en vosotros» (Ez 36, 27). Esta profecía se ha verificado y sigue realizándose siempre en los fieles de Cristo y en el conjunto de la Iglesia. El Espíritu Santo da la posibilidad de ser, no meros observantes de la ley, sino libres, fervientes y fieles realizadores del designio de Dios. Se realiza así cuanto dice el Apóstol: «Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un Espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!» (Rm 8, 14-15). Es la libertad de hijos que anunció Jesús como la verdadera libertad (cf. Jn 8, 36). Se trata de una libertad interior, fundamental, pero orientada siempre hacia el amor, que hace posible y casi espontáneo el acceso al Padre en el único Espíritu (cf. Ef 2, 18). Es la libertad guiada que resplandece en la vida de los santos.
Catequesis (03-06-1992): El testimonio de la caridad.
Audiencia general, 3 de Junio de 1992.
[…] La Iglesia tiene la misión de testimoniar el amor de Cristo hacia los hombres, amor dispuesto al sacrificio. La caridad no es simplemente manifestación de solidaridad humana: es participación en el mismo amor divino.
2. Jesús dice: «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros» (Jn 13, 35). El amor que nos enseña Cristo con su palabra y su ejemplo es el signo que debe distinguir a sus discípulos. Cristo manifiesta el vivo deseo que arde en su corazón cuando confiesa: «He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!» (Lc 12, 49). El fuego significa la intensidad y la fuerza del amor de caridad. Jesús pide a sus seguidores que se les reconozca por esta forma de amor. La Iglesia sabe que bajo esta forma el amor se convierte en testimonio de Cristo. La Iglesia es capaz de dar este testimonio porque, al recibir la vida de Cristo, recibe su amor. Es Cristo quien ha encendido el fuego del amor en los corazones (cf. Lc 12, 49) y sigue encendiéndolo siempre y por doquier. La Iglesia es responsable de la difusión de este fuego en el universo. Todo auténtico testimonio de Cristo implica la caridad; requiere el deseo de evitar toda herida al amor. Así, también a toda la Iglesia se la debe reconocer por medio de la caridad.
3. La caridad encendida por Cristo en el mundo es amor sin límites, universal. La Iglesia testimonia este amor que supera toda división entre personas, categorías sociales, pueblos y naciones. Reacciona contra los particularismos nacionales que desearían limitar la caridad a las fronteras de un pueblo. Con su amor, abierto a todos, la Iglesia muestra que el hombre está llamado por Cristo no sólo a evitar toda hostilidad en el seno de su propio pueblo, sino también a estimar y a amar a los miembros de las demás naciones, e incluso a los pueblos mismos.
4. La caridad de Cristo supera también la diversidad de las clases sociales. No acepta el odio ni la lucha de clases. La Iglesia quiere la unión de todos en Cristo; trata de vivir y exhorta y enseña a vivir el amor evangélico, incluso hacia aquellos que algunos quisieran considerar enemigos. Poniendo en práctica el mandamiento del amor de Cristo, la Iglesia exige justicia social y, por consiguiente, justa participación de los bienes materiales en la sociedad y ayuda a los más pobres, a todos los desdichados. Pero al mismo tiempo predica y favorece la paz y la reconciliación en la sociedad.
5. La caridad de la Iglesia implica esencialmente una actitud de perdón, a imitación de la benevolencia de Cristo que, aún condenando el pecado, se comportó como «amigo de pecadores» (cf. Mt 11, 19; Lc 19, 5-10) y no quiso condenarlos (cf. Jn 8, 11). De este modo, la Iglesia se esfuerza por reproducir en sí, y en el espíritu de sus hijos, la disposición generosa de Jesús, que perdonó y pidió al Padre que perdonara a los que lo habían llevado al suplicio (cf. Lc 23, 34).
Los cristianos saben que no pueden recurrir nunca a la venganza y que, según la respuesta de Jesús a Pedro, deben perdonar todas las ofensas, sin cansarse jamás (cf. Mt 18, 22). Cada vez que recitan el Padre nuestro reafirman su deseo de perdonar. El testimonio del perdón, dado y recomendado por la Iglesia, está ligado a la revelación de la misericordia divina: precisamente para asemejarse al Padre celeste, según la exhortación de Jesús (cf. Lc6, 36-38; Mt 6, 14-15; 18, 33-35), los cristianos se inclinan a la indulgencia, a la comprensión y a la paz. Con esto no descuidan la justicia, que nunca se debe separar de la misericordia.
6. La caridad se manifiesta también en el respeto y en la estima hacia toda persona humana, que la Iglesia quiere practicar y recomienda practicar. Ha recibido la misión de difundir la verdad de la revelación y dar a conocer el camino de la salvación, establecido por Cristo. Pero, siguiendo a Jesucristo, dirige su mensaje a hombres que, como personas, reconoce libres, y les desea el pleno desarrollo de su personalidad, con la ayuda de la gracia. En su obra, por tanto, toma el camino de la persuasión, del diálogo, de la búsqueda común de la verdad y del bien; y, aunque se mantiene firme en su enseñanza de las verdades de fe y de los principios de la moral, se dirige a los hombres proponiéndoselos, más que imponiéndoselos, respetuosa y confiada en su capacidad de juicio.
7. La caridad requiere, asimismo, una disponibilidad para servir al prójimo. Y en la Iglesia de todos los tiempos siempre han sido muchos los que se dedican a este servicio. Podemos decir que ninguna sociedad religiosa ha suscitado tantas obras de caridad como la Iglesia: servicio a los enfermos, a los minusválidos, servicio a los jóvenes en las escuelas, a las poblaciones azotadas por desastres naturales y otras calamidades, ayuda a toda clase de pobres y necesitados. También hoy se repite este fenómeno, que a veces parece prodigioso: a cada nueva necesidad que va apareciendo en el mundo responden nuevas iniciativas de socorro y de asistencia por parte de los cristianos que viven según el espíritu del Evangelio. Es una caridad testimoniada en la Iglesia, a menudo, con heroísmo. En ella son numerosos los mártires de la caridad. Aquí recordamos sólo a Maximiliano Kolbe, que se entregó a la muerte para salvar a un padre de familia.
8. Debemos reconocer que, al ser la Iglesia una comunidad compuesta también por pecadores, no han faltado a lo largo de los siglos las transgresiones al mandamiento del amor. Se trata de faltas de individuos y de grupos, que se adornaban con el nombre cristiano, en el plano de las relaciones recíprocas, sea de orden interpersonal, sea de dimensión social e internacional. Es la dolorosa realidad que se descubre en la historia de los hombres y de las naciones, y también en la historia de la Iglesia. Conscientes de la propia vocación al amor, a ejemplo de Cristo, los cristianos confiesan con humildad y arrepentimiento esas culpas contra el amor, pero sin dejar de creer en el amor, que, según san Pablo, «todo lo soporta» y «no acaba nunca» (1 Co 13, 7-8). Pero, aunque la historia de la humanidad y de la Iglesia misma abunda en pecados contra la caridad, que entristecen y causan dolor, al mismo tiempo se debe reconocer con gozo y gratitud que en todos los siglos cristianos se han dado maravillosos testimonios que confirman el amor, y que muchas veces -como hemos recordado- se trata de testimonios heroicos.
El heroísmo de la caridad de las personas va acompañado por el imponente testimonio de las obras de caridad de carácter social. No es posible hacer aquí un elenco de las mismas, aún sucinto. La historia de la Iglesia, desde los primeros tiempos cristianos hasta hoy, está llena de este tipo de obras. Y, a pesar de ello, la dimensión de los sufrimientos y de las necesidades humanas rebasa siempre las posibilidades de ayuda. Ahora bien, el amor es y sigue siendo invencible (omnia vincit amor), incluso cuando da la impresión de no tener otras armas, fuera de la confianza indestructible en la verdad y en la gracia de Cristo.
9. Podemos resumir y concluir con una aseveración, que encuentra en la historia de la Iglesia, de sus instituciones y de sus santos, una confirmación que podríamos definir experimental: la Iglesia, en su enseñanza y en sus esfuerzos por alcanzar la santidad, siempre ha mantenido vivo el ideal evangélico de la caridad; ha suscitado innumerables ejemplos de caridad, a menudo llevada hasta el heroísmo; ha producido una amplia difusión del amor en la humanidad; está en el origen, más o menos reconocido, de muchas instituciones de solidaridad y colaboración social que constituyen un tejido indispensable de la civilización moderna; y, finalmente, ha progresado y sigue siempre progresando en la conciencia de las exigencias de la caridad y en el cumplimiento de las tareas que esas exigencias le imponen: todo esto bajo el influjo del Espíritu Santo, que es Amor eterno e infinito.
Francisco, papa
Ángelus (18-08-2013): No es Jesús quien divide
[…]La Palabra de Dios contiene también una palabra de Jesús que nos pone en crisis, y que se ha de explicar, porque de otro modo puede generar malentendidos. Jesús dice a los discípulos: «¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, sino división» (Lc 12, 51). ¿Qué significa esto? Significa que la fe no es una cosa decorativa, ornamental; vivir la fe no es decorar la vida con un poco de religión, como si fuese un pastel que se lo decora con nata. No, la fe no es esto. La fe comporta elegir a Dios como criterio- base de la vida, y Dios no es vacío, Dios no es neutro, Dios es siempre positivo, Dio es amor, y el amor es positivo. Después de que Jesús vino al mundo no se puede actuar como si no conociéramos a Dios. Como si fuese una cosa abstracta, vacía, de referencia puramente nominal; no, Dios tiene un rostro concreto, tiene un nombre: Dios es misericordia, Dios es fidelidad, es vida que se dona a todos nosotros. Por esto Jesús dice: he venido a traer división; no es que Jesús quiera dividir a los hombres entre sí, al contrario: Jesús es nuestra paz, nuestra reconciliación. Pero esta paz no es la paz de los sepulcros, no es neutralidad, Jesús no trae neutralidad, esta paz no es una componenda a cualquier precio. Seguir a Jesús comporta renunciar al mal, al egoísmo y elegir el bien, la verdad, la justicia, incluso cuando esto requiere sacrificio y renuncia a los propios intereses. Y esto sí, divide; lo sabemos, divide incluso las relaciones más cercanas. Pero atención: no es Jesús quien divide. Él pone el criterio: vivir para sí mismos, o vivir para Dios y para los demás; hacerse servir, o servir; obedecer al propio yo, u obedecer a Dios. He aquí en qué sentido Jesús es «signo de contradicción» (Lc 2, 34).
Por lo tanto, esta palabra del Evangelio no autoriza, de hecho, el uso de la fuerza para difundir la fe. Es precisamente lo contrario: la verdadera fuerza del cristiano es la fuerza de la verdad y del amor, que comporta renunciar a toda violencia. ¡Fe y violencia son incompatibles! ¡Fe y violencia son incompatibles! En cambio, fe y fortaleza van juntas. El cristiano no es violento, pero es fuerte. ¿Con qué fortaleza? La de la mansedumbre, la fuerza de la mansedumbre, la fuerza del amor.
Queridos amigos, también entre los parientes de Jesús hubo algunos que a un cierto punto no compartieron su modo de vivir y de predicar, nos lo dice el Evangelio (cf. Mc 3, 20-21). Pero su Madre lo siguió siempre fielmente, manteniendo fija la mirada de su corazón en Jesús, el Hijo del Altísimo, y en su misterio. Y al final, gracias a la fe de María, los familiares de Jesús entraron a formar parte de la primera comunidad cristiana (cf. Hch 1, 14). Pidamos a María que nos ayude también a nosotros a mantener la mirada bien fija en Jesús y a seguirle siempre, incluso cuando cuesta.
Benedicto XVI, papa
Ángelus (19-08-2007): La paz de Jesús es fruto de una lucha constante contra el mal
En el evangelio de este domingo hay una expresión de Jesús que siempre atrae nuestra atención y hace falta comprenderla bien. Mientras va de camino hacia Jerusalén, donde le espera la muerte en cruz, Cristo dice a sus discípulos: “¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división”. Y añade: “En adelante, una familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos: el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra” (Lc 12, 51-53). Quien conozca, aunque sea mínimamente, el evangelio de Cristo, sabe que es un mensaje de paz por excelencia; Jesús mismo, como escribe san Pablo, “es nuestra paz” (Ef 2, 14), muerto y resucitado para derribar el muro de la enemistad e inaugurar el reino de Dios, que es amor, alegría y paz. ¿Cómo se explican, entonces, esas palabras suyas? ¿A qué se refiere el Señor cuando dice —según la redacción de san Lucas— que ha venido a traer la “división”, o —según la redacción de san Mateo— la “espada”? (Mt 10, 34).
Esta expresión de Cristo significa que la paz que vino a traer no es sinónimo de simple ausencia de conflictos. Al contrario, la paz de Jesús es fruto de una lucha constante contra el mal. El combate que Jesús está decidido a librar no es contra hombres o poderes humanos, sino contra el enemigo de Dios y del hombre, contra Satanás. Quien quiera resistir a este enemigo permaneciendo fiel a Dios y al bien, debe afrontar necesariamente incomprensiones y a veces auténticas persecuciones.
Por eso, todos los que quieran seguir a Jesús y comprometerse sin componendas en favor de la verdad, deben saber que encontrarán oposiciones y se convertirán, sin buscarlo, en signo de división entre las personas, incluso en el seno de sus mismas familias. En efecto, el amor a los padres es un mandamiento sagrado, pero para vivirlo de modo auténtico no debe anteponerse jamás al amor a Dios y a Cristo. De este modo, siguiendo los pasos del Señor Jesús, los cristianos se convierten en “instrumentos de su paz”, según la célebre expresión de san Francisco de Asís. No de una paz inconsistente y aparente, sino real, buscada con valentía y tenacidad en el esfuerzo diario por vencer el mal con el bien (cf. Rm 12, 21) y pagando personalmente el precio que esto implica.
La Virgen María, Reina de la paz, compartió hasta el martirio del alma la lucha de su Hijo Jesús contra el Maligno, y sigue compartiéndola hasta el fin de los tiempos. Invoquemos su intercesión materna para que nos ayude a ser siempre testigos de la paz de Cristo, sin llegar jamás a componendas con el mal.
Homilía (31-05-2009): El fuego verdadero
Solemnidad de Pentecostés. Basílica de San Pedro.
Cada vez que celebramos la eucaristía vivimos en la fe el misterio que se realiza en el altar; es decir, participamos en el acto supremo de amor que Cristo realizó con su muerte y su resurrección. El único y mismo centro de la liturgia y de la vida cristiana —el misterio pascual—, en las diversas solemnidades y fiestas asume “formas” específicas, con nuevos significados y con dones particulares de gracia. Entre todas las solemnidades Pentecostés destaca por su importancia, pues en ella se realiza lo que Jesús mismo anunció como finalidad de toda su misión en la tierra. En efecto, mientras subía a Jerusalén, declaró a los discípulos: “He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!” (Lc 12, 49). Estas palabras se cumplieron de la forma más evidente cincuenta días después de la resurrección, en Pentecostés, antigua fiesta judía que en la Iglesia ha llegado a ser la fiesta por excelencia del Espíritu Santo: “Se les aparecieron unas lenguas como de fuego (…) y quedaron todos llenos del Espíritu Santo” (Hch 2, 3-4). Cristo trajo a la tierra el fuego verdadero, el Espíritu Santo. No se lo arrebató a los dioses, como hizo Prometeo, según el mito griego, sino que se hizo mediador del “don de Dios” obteniéndolo para nosotros con el mayor acto de amor de la historia: su muerte en la cruz.
Dios quiere seguir dando este “fuego” a toda generación humana y, naturalmente, es libre de hacerlo como quiera y cuando quiera. Él es espíritu, y el espíritu “sopla donde quiere” (cf. Jn 3, 8). Sin embargo, hay un “camino normal” que Dios mismo ha elegido para “arrojar el fuego sobre la tierra”: este camino es Jesús, su Hijo unigénito encarnado, muerto y resucitado. A su vez, Jesucristo constituyó la Iglesia como su Cuerpo místico, para que prolongue su misión en la historia. “Recibid el Espíritu Santo”, dijo el Señor a los Apóstoles la tarde de la Resurrección, acompañando estas palabras con un gesto expresivo: “sopló” sobre ellos (cf. Jn 20, 22). Así manifestó que les transmitía su Espíritu, el Espíritu del Padre y del Hijo.
[…] Queridos hermanos y hermanas, el Espíritu de Dios, donde entra, expulsa el miedo; nos hace conocer y sentir que estamos en las manos de una Omnipotencia de amor: suceda lo que suceda, su amor infinito no nos abandona. Lo demuestra el testimonio de los mártires, la valentía de los confesores de la fe, el ímpetu intrépido de los misioneros, la franqueza de los predicadores, el ejemplo de todos los santos, algunos incluso adolescentes y niños. Lo demuestra la existencia misma de la Iglesia que, a pesar de los límites y las culpas de los hombres, sigue cruzando el océano de la historia, impulsada por el soplo de Dios y animada por su fuego purificador.
Con esta fe y esta gozosa esperanza repitamos hoy, por intercesión de María: “Envía tu Espíritu, Señor, para que renueve la faz de la tierra”.
Catecismo de la Iglesia Católica
Los símbolos del Espíritu Santo: el fuego
696 El fuego. Mientras que el agua significaba el nacimiento y la fecundidad de la vida dada en el Espíritu Santo, el fuego simboliza la energía transformadora de los actos del Espíritu Santo. El profeta Elías que “surgió […] como el fuego y cuya palabra abrasaba como antorcha” (Si 48, 1), con su oración, atrajo el fuego del cielo sobre el sacrificio del monte Carmelo (cf. 1 R 18, 38-39), figura del fuego del Espíritu Santo que transforma lo que toca. Juan Bautista, “que precede al Señor con el espíritu y el poder de Elías” (Lc 1, 17), anuncia a Cristo como el que “bautizará en el Espíritu Santo y el fuego” (Lc 3, 16), Espíritu del cual Jesús dirá: “He venido a traer fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviese encendido!” (Lc 12, 49). En forma de lenguas “como de fuego” se posó el Espíritu Santo sobre los discípulos la mañana de Pentecostés y los llenó de él (Hch 2, 3-4). La tradición espiritual conservará este simbolismo del fuego como uno de los más expresivos de la acción del Espíritu Santo (cf. San Juan de la Cruz, Llama de amor viva). “No extingáis el Espíritu”(1 Ts 5, 19).
El Bautismo de Jesús
535 El comienzo (cf. Lc 3, 23) de la vida pública de Jesús es su bautismo por Juan en el Jordán (cf. Hch 1, 22). Juan proclamaba “un bautismo de conversión para el perdón de los pecados” (Lc 3, 3). Una multitud de pecadores, publicanos y soldados (cf. Lc 3, 10-14), fariseos y saduceos (cf. Mt 3, 7) y prostitutas (cf. Mt 21, 32) viene a hacerse bautizar por él. “Entonces aparece Jesús”. El Bautista duda. Jesús insiste y recibe el bautismo. Entonces el Espíritu Santo, en forma de paloma, viene sobre Jesús, y la voz del cielo proclama que él es “mi Hijo amado” (Mt 3, 13-17). Es la manifestación (“Epifanía”) de Jesús como Mesías de Israel e Hijo de Dios.
536 El bautismo de Jesús es, por su parte, la aceptación y la inauguración de su misión de Siervo doliente. Se deja contar entre los pecadores (cf. Is 53, 12); es ya “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29); anticipa ya el “bautismo” de su muerte sangrienta (cf Mc 10, 38; Lc 12, 50). Viene ya a “cumplir toda justicia” (Mt 3, 15), es decir, se somete enteramente a la voluntad de su Padre: por amor acepta el bautismo de muerte para la remisión de nuestros pecados (cf. Mt 26, 39). A esta aceptación responde la voz del Padre que pone toda su complacencia en su Hijo (cf. Lc 3, 22; Is 42, 1). El Espíritu que Jesús posee en plenitud desde su concepción viene a “posarse” sobre él (Jn 1, 32-33; cf. Is 11, 2). De él manará este Espíritu para toda la humanidad. En su bautismo, “se abrieron los cielos” (Mt 3, 16) que el pecado de Adán había cerrado; y las aguas fueron santificadas por el descenso de Jesús y del Espíritu como preludio de la nueva creación.
537 Por el Bautismo, el cristiano se asimila sacramentalmente a Jesús que anticipa en su bautismo su muerte y su resurrección: debe entrar en este misterio de rebajamiento humilde y de arrepentimiento, descender al agua con Jesús, para subir con él, renacer del agua y del Espíritu para convertirse, en el Hijo, en hijo amado del Padre y “vivir una vida nueva” (Rm 6, 4):
«Enterrémonos con Cristo por el Bautismo, para resucitar con él; descendamos con él para ser ascendidos con él; ascendamos con él para ser glorificados con él» (San Gregorio Nacianceno, Oratio 40, 9: PG 36, 369).
«Todo lo que aconteció en Cristo nos enseña que después del baño de agua, el Espíritu Santo desciende sobre nosotros desde lo alto del cielo y que, adoptados por la Voz del Padre, llegamos a ser hijos de Dios. (San Hilario de Poitiers, In evangelium Matthaei, 2, 6: PL 9, 927).