Que llegue a tu presencia el meditar de mi corazón, Señor
El soberbio es como un globo henchido de aire, que a sí mismo se considera como algo muy grande, aun cuando, en realidad, toda su grandeza se reduzca a un poco de viento, que, roto el globo, se desvanece súbitamente. Quien ama a Dios es verdaderamente humilde y no se engríe con sus cualidades personales, porque sabe que cuanto tiene, todo es don de Dios.
Se lee en la vida de Santa Margarita de Cortona que, visitándola cierto día el Señor con mayores ternuras de amor que las acostumbradas, ella se puso a exclamar: «Pero ¿cómo, Señor, os habéis olvidado de lo que he sido? ¿Cómo me pagáis con tantas finezas las injurias que os he hecho?». Y Dios le respondió que, cuando el alma le ama y se arrepiente sinceramente de haberle ofendido, Él se olvida de todas las ofensas recibidas. ¡Ojalá llegáramos a comprender el valor de la humildad! Un acto de humildad vale más que la conquista de todas las riquezas del mundo.
San Francisco de Asís, Santa María Magdalena de Pazzi y el resto de los santos se tenían por los mayores pecadores del mundo, y se extrañaban de que la tierra los sostuviese y no se abriera para tragarlos, y esto lo decían de todas veras. Hallándose próximo a la muerte San Juan de Ávila, que vivió desde pequeñito vida santa, se acercó a él un sacerdote para asistirlo y le sugería cosas muy elevadas y sublimes, tratándolo como a gran siervo de Dios y persona docta como era; pero el P. Ávila exclamó: «Le ruego, padre, me asista como a criminal condenado a muerte, pues no soy otra cosa». Tal es el concepto que en vida y en muerte tienen de sí los santos.
Así debemos obrar también nosotros si queremos salvarnos y conservar la gracia de Dios hasta la muerte, poniendo en Él solamente nuestra confianza. El soberbio se fía de sus fuerzas, y por eso cae; pero el humilde, porque en solo Dios confía, aunque le asalten las más vehementes tentaciones, se mantiene firme y no sucumbe. El demonio una vez nos tienta de presunción, otra de desconfianza; cuando nos asegura que no hemos de temer las caídas, entonces es cuando hemos de temer, porque, si el Señor dejara un solo instante de socorrernos con su gracia, entonces es cuando estaríamos perdidos. Y cuando nos tiente de desesperación, poniendo los ojos en Dios, hemos de decirle: A ti, Señor, me acojo; no quede para siempre confundido ni privado de vuestra gracia.
Mas para ser humilde no basta sentir bajamente de sí y tenerse en poco y por hombres miserables; el verdadero humilde, dice Tomás de Kempis, se desprecia a sí mismo y desea ser despreciado por los demás. Quien va diciendo que es el mayor pecador del mundo y apenas los otros le desprecian se indigna, da indicios de que tiene humildad de boca, pero no de corazón.
Y ¿Cómo es posible que el alma que ama a Jesucristo no se goce en los desprecios, viendo a su Dios aguantando las bofetadas y salivas que en su rostro recibió durante su pasión? ¿Cómo podrá dejar de amar los desprecios? Con este fin quiso nuestro Redentor que fuese expuesta en nuestros altares su imagen, no ya en forma gloriosa, sino crucificada, para que tuviésemos siempre ante los ojos sus desprecios, ante los cuales los santos se gloriaban viéndose despreciados en esta tierra.
¿Qué decir de una persona que pasa por espiritual, hace oración, comulga frecuentemente, ayuna y se mortifica, y, a vuelta de todo eso, no puede soportar una afrenta ni una palabrilla punzante? Que es una caña hueca, vacía de humildad y de virtud. Y ¿Qué sabrá hacer el alma amante de Jesucristo si no sabe afrontar una afrenta por el amor de quien tantas afrontó por ella? En la Imitación de Cristo escribió Kempis: «Pues tanto horror tienes a las humillaciones, señal es de que no estás muerto al mundo, ni eres humilde, ni tienes a Dios ante los ojos. Quien no tiene siempre ante la vista a Dios, a la menor palabra de censura se turba». No tienes valor para sufrir por Dios bofetadas y heridas; soporta al menos cualquier palabrilla.
¡Qué admiración y escándalo no causa la persona que comulga frecuentemente y luego se turba e irrita por una palabra despectiva! Y ¡cómo edifica el alma que a los desprecios responde con palabras bondadosas, para aplacar al ofensor, o no responde ni se lamenta con los demás, sino que permanece con rostro sereno, sin rastro de amargura!
¡Oh Verbo encarnado!, os ruego por los méritos de vuestra santa humildad, que os hizo abrazar tantas injurias e ignominias por amor nuestro, que me libréis de la soberbia y me comuniquéis una partecita de vuestra humildad. Y ¿cómo podría yo quejarme de los oprobios que se me hicieren, cuando tantas veces me hice reo del infierno? Jesús mío, por los merecimientos de tantos desprecios como sufristeis en vuestra pasión, dadme la gracia de vivir y morir humillado en esa tierra, como vos vivisteis y moristeis humillado por mí.
Por amor vuestro quisiera verme despreciado y abandonado de todos, pero sin vos nada puedo. Os amo, soberano bien mío; os amo, amador de mi alma; os amo y propongo sufrir por vos afrentas y persecuciones, traiciones, dolores, sequedades y desamparos; me contento, único amor de mi alma, con no ser de vos abandonado. No permitáis que me aparte nunca de vos. Dadme deseo de complaceros, fervor para amaros, paz en los trabajos y en todas las adversidades, y dadme resignación y paciencia. Apiadaos de mí; nada merezco, pero todo lo espero de vos, que me redimisteis con vuestra sangre.
San Alfonso María de Ligorio “Práctica del amor a Jesucristo. Capítulo IX. Quien ama a Jesucristo, no se ensoberbece con sus buenas cualidades, sino que se humilla y se complace en verse humillado de los demás”