Viernes XXV del Tiempo Ordinario (par)

Queridos hermanos:

Hoy la lectura del Eclesiastés nos recuerda que “Todo tiene su momento, y cada cosa su tiempo bajo el cielo”. Esta enseñanza nos invita a reflexionar sobre el valor del tiempo y cómo cada circunstancia en la vida forma parte de un plan divino. Sin embargo, muchas veces, nos encontramos en la dificultad de comprender ese plan y discernir qué es lo que Dios quiere de nosotros en cada momento.

El Eclesiastés nos enseña que hay un tiempo para todo: para nacer y para morir, para reír y para llorar, para sembrar y para cosechar. Pero, ¿cómo saber cuándo es el momento adecuado para cada cosa? Ahí es donde radica uno de los mayores desafíos de la vida cristiana: reconocer que el tiempo es un don de Dios y que debemos vivirlo conforme a Su voluntad.

El tiempo es limitado, y eso lo convierte en precioso. No podemos darnos el lujo de malgastarlo en cosas que nos alejan de lo que Dios espera de nosotros. A veces dedicamos horas a tareas que pueden parecer interesantes o productivas, pero que en realidad nos distraen de nuestras responsabilidades más urgentes: dedicamos tiempo al trabajo cuando deberíamos estar con nuestra familia, o a entretenimientos cuando deberíamos estar trabajando, o las redes sociales cuando deberíamos estar estudiando.

Es importante discernir cómo usamos nuestro tiempo y aprender a priorizar lo esencial. No debemos permitir que el aburrimiento o la ociosidad entren en nuestras vidas. El descanso sí, cuando sea necesario, pero no como un fin en sí mismo. El descanso es parte del plan de Dios para recuperar fuerzas y continuar con nuestro quehacer. Es un medio para prepararnos para servir mejor a Dios y a los demás, no una excusa para evitar nuestras responsabilidades.

Debemos vivir plenamente en el presente. El futuro es incierto. Jesús nos lo recordó cuando dijo: “Por tanto, no os agobiéis por el mañana, porque el mañana traerá su propio agobio.” No tenemos la gracia para vivir el futuro todavía, pues aún no ha llegado. Lo único que realmente poseemos es el momento presente, y es en este preciso instante, con sus tareas, retos y alegrías cotidianas, donde podemos y debemos santificar nuestra vida. El presente es un regalo de Dios, y nuestra respuesta debe ser vivirlo con amor y plena dedicación, convirtiendo nuestras acciones diarias, por simples o repetitivas que parezcan, en una ofrenda a Dios.

Debemos aprovechar cada momento del día como una oportunidad de encuentro con Dios. Desde las responsabilidades familiares, profesionales, hasta los pequeños gestos de servicio en el hogar o con nuestros amigos, todo tiene un valor redentor si se ofrece a Dios con amor y fe. Debemos hacer todo con la mayor perfección posible, como una manera de ofrecer nuestro trabajo a Dios, transformando las pequeñas acciones del día en actos de amor divino. En lugar de dedicar tiempo a cosas menos prioritarias, debemos poner orden en nuestras vidas, a centrar nuestras energías en lo esencial y urgente.

No dejemos pasar este momento esperando oportunidades mejores. La tentación de postergar nuestras decisiones, de pensar que habrá un momento más adecuado para hacer el bien, puede alejarnos del propósito que Dios tiene para nosotros aquí y ahora. Dios nos llama a actuar hoy, en este momento. El presente es el único tiempo que realmente poseemos para santificarnos. Cada pequeño acto de amor, cada gesto de servicio, cada oración ofrecida con el corazón, es lo que podemos y debemos presentar a Dios como una ofrenda.

Debemos reconocer el valor del momento presente, viviendo cada instante con alegría y sencillez, consciente de que todo, absolutamente todo, está en manos de Dios. No vivir esperando el mañana ni aferrándonos a preocupaciones futuras; sino vivir la vida como una ofrenda constante en el aquí y el ahora. Comprendiendo que el tiempo es una oportunidad para glorificar a Dios, ya sea predicando, sirviendo a los más pobres o simplemente alabando a Dios en nuestras oraciones.

Jesús nos enseñó a no preocuparnos por el mañana, por eso debemos vivir en una confianza total en la providencia divina. Nuestra vida debe estar marcada por una fe sencilla, pero profunda, que nos permitía desprendernos de cualquier apego al futuro y vivir cada día como un regalo de Dios.

Queridos hermanos, hagamos del tiempo un espacio de santificación. Pidamos a Dios la sabiduría para saber discernir Su voluntad en cada circunstancia, que no perdamos nunca de vista que el tiempo es un don que no podemos desperdiciar, y que, vivido en conformidad con la voluntad de Dios, se convierte en el camino hacia la eternidad.

Que aprendamos a valorar nuestro tiempo como un don de Dios, a vivir cada instante con amor y entrega, sin preocuparnos excesivamente por el mañana, sabiendo que el Señor nos llama hoy, aquí y ahora, a hacer Su voluntad. Abramos nuestros corazones al plan divino, sabiendo que cada momento es una oportunidad para acercarnos más a Dios.

Que así sea.

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